viernes, 28 de diciembre de 2007

Horarios invertidos

Ni bien llegué a la prisión de todos los días, y vi todo el trabajo que tenía para ese día, no pude sentir más que un elefante blanco parado en dos patas pisándome la cabeza. No cabía la menor duda de que iba a ser un día tremendamente largo, más si se lo comparaba con la cantidad de horas que había dormido por la noche, que no llegaban a tres.

Con los ojos marchitos, me desplomé sobre el asiento, y con un esfuerzo monumental, equiparable al de Atlas sosteniendo el mundo, me incliné y encendí la computadora. Por esas cosas de la vida cuando levanté la cabeza de debajo del escritorio para volver a la posición tradicional y conveniente para trabajar fui atacado a traición por el borde del escritorio, un borde de madera dura, tal vez demasiado. El muy maldito se aprovechó de que no me hayan crecido los ojos de la nuca y yo no consideré tampoco la posibilidad de que se fuese a interponer en mi camino.

La computadora procesó velozmente los datos de inicio y se encendió a los pocos segundos de que apretara el botón, pero mis ágiles reflejos me permitieron reaccionar aproximadamente una hora después, cuando noté que se oscurecía la pantalla y salía un protector de microsoft. Me di cuenta que estaba como un reverendo tarado frente a la pantalla mirando lo que no había. O tal vez, soñando con los ojos abiertos. No sé a ciencia cierta si fui observado en algún momento por alguien. Imploro que no, pero en el trabajo es así. Todos se hacen las mosquitas muertas y cuando pueden te mandan un ladrillazo para cabecear. Así que a lo largo del día, en la medida que la lucidez me lo permitía, fui buscando de manera inquisitiva algún atisbo de mueca jocosa, o algún susurro apenas perceptible que dejara en evidencia que mi somnoliento secreto no era ya secreto.

Reiteradas veces aproveché el ventanal que había a mis espaldas, grande y con una vista que hasta un águila envidiaría, y manteniendo la postura “tradicional” frente a una computadora, que aún mantenía el protector de pantalla del inicio de la sesión, giré la cabeza casi unos 180º, sorprendiendo hasta al más fabuloso contorsionista, y me colgué viendo la gente pasar. A lo lejos, Florida abarrotada de gente, no parecía advertir que la espiaba desde el ventanal del tercer piso. Noté que había muchas chicas por la calle, y que estaban todas muy monas. Me figuré que era verano, y que la ropa que el sexo femenino comenzaba a utilizar comenzaba a ser más osado. Ese pensamiento hizo que me doliera el cuello, sobre todo luego de las tres horas de deleite.

De improviso, y de una manera casi misteriosa, sentí que en mi boca se vertía un líquido oscuro como la noche, muy dulce, y con saber a café con azúcar. No es que me considere un excelente catador (o enólogo, para los que saben de terminología culinaria), pero ese líquido tenía todo el sabor del café. Efectivamente, era café. Lo más llamativo de todo fue descubrir que se deslizaba de un vaso descartable blanco que era sostenido por mi mismísima mano derecha. Absorto por la situación, puesto que no recordaba haber asido ningún vaso con café, y mucho menos haberle puesto azúcar (sobre todo tanta cantidad), observé detenidamente el vaso. Eso me habrá llevado unos cuarenta minutos, los cuales pasaron en vano, ya que no logré resolver ningún misterio y el vaso no mutó en mi mano, salvo por la pérdida de calor del líquido, que lo único que produjo fue que el ya intragable café con sabe dios cuántas cucharadas de azúcar, se volviera indefectiblemente asqueroso como chamuyarse una vieja, y encima ganársela.

Con el cerebro hecho sopa instantánea, y con un mástil atravesándome las sienes, hice un esfuerzo monumental por erguirme de un solo movimiento y no caer en el intento. Debí reunir fuerzas, muchas, todavía no sé de dónde salieron, y torpe, como un bebé aprendiendo a caminar, moví primero una pierna, luego otra, y otra vez la primera. Me parecía maravilloso, la tecnología humana es verdaderamente increíble. Contentísimo porque había conseguido caminar, empecé a tomar confianza de mis pasos y me mandé a la sala principal, zona de riesgo extremo ya que allí residen casi la totalidad de los miembros de la oficina, entre ellos el siempre dispuesto a embromar y hacer objeto de burla a quien se lo merezca y a quien no, el pequeño Nico. En este caso, yo me lo merecía, pero iba a intentar disimularlo, así dejara la vida en la cancha.

Afortunadamente, el Nico se había levantado y se había ido a patrullar por otros pagos. Noté a medida que me acercaba al mueble con trabajo que las piernas no eran un buen sostén, y mi cuerpo se movía como una marioneta mal manejada. Una de las chicas, que pasó a mi lado, se me acercó y me preguntó:
- ¿Estás bien, Ale?
Le sonreí, y con la naturalidad de un tronco hachado, me incliné sobre el mueble e improvisé una pose de muchacho fachero, como si estuviese esperando que me sacaran la foto para una campaña publicitaria de ropa. Seguramente debí generar la imagen de una campaña contra la alcoholemia.
- Estoy bien, se me durmieron las piernas de trabajar tanto, pero ya se va a pasar.
- Ah, ¿estuviste trabajando mucho?
La miré agudamente, tal vez era una testigo de mi cuelgue frente a la computadora.
- ¿Por qué lo preguntas?
- No entiendo... creo que me perdí...
“Sí, dale, hacete la boluda. Seguro que sabés”, pensaba para mis adentros. Por la cara que puso a continuación y la actitud de ofendida que adoptó supuse que no lo dije para mis adentros.

Lavarme la cara iba a ser lo que seguro me despertaría del letargo del que aún no lograba desligarme. Recorrer el pasillo hasta el baño fue similar a hacer la procesión a Luján, con zancos. Cuando llegué me lavé bien la cara, que no cambió en nada mi estado de boludazo atómico y después decidí eliminar fluidos urinarios mientras advertía en el espejo que estaba bastante despeinado. Entró en ese momento un conocido que se quedó sorprendido ni bien abrió la puerta.
- ¿Qué haces meando en el lavabo, Ale?
Ahí me di cuenta de que efectivamente era raro que pudiera mirarme en el espejo mientras hacía pis, y si bien recordaba que nunca antes había tenido ese honor, me pareció muy natural hacer las dos cosas al mismo tiempo. Ahí caí en la cuenta de que sí estaba usando el lavabo como inodoro, y que probablemente cuando me lavé la cara...
Vomité tres litros de una especie de yogurt que condensaba las últimas tres cenas y dos almuerzos, incluyendo el superpancho de la madrugada del sábado, después de bailar, que yo ya había sentido como atorado en el pecho. Y por un momento respiré tranquilo, sentí cómo se disipaba la neblina londinense de mis pupilas, y hasta recuperé cierta estabilidad motriz, que me sirvió para volver al salón donde estaban los expedientes para trabajar.
Tomé un par haciendo una pseudo-selección, cosa de que no me viniera nada raro que me obligara a cajonear el trabajo, y volví al escritorio. El protector de pantalla ya no estaba. El monitor corta su energía y se apaga después de un par de horas sin uso. ¿Qué pícaro, no?

Cuando logré abrir el primer expediente alguien me dijo:
- Qué raro vos todavía acá... te tendrías que haber ido hace media hora. Se ve que estas tapado de laburo.
No me detuve a ver si lo decía con sarcasmo o en serio. Ni siquiera me detuve a ver quién era la persona bendita que me dio el alegrón. Simplemente tomé mis cosas y salí corriendo hacia casa como quien recuerda que dejó la pava en la ornalla encendida para hacer el mate dos horas atrás.

El sufrimiento se terminaba. La mañana había sido un desastre. Pero la siesta seguro sería recomponedora. Creo que entré a mi habitación sin abrir la puerta, simplemente la atravesé y antes de que pudiera tomar alguna otra decisión me arrojé sobre la cama. Los ojos comenzaban a cerrarse, pero el teléfono empezó a sonar. Me dije para mis adentros que no iba a levantarme. La persona que llamaba, por el contrario, parecía no aceptar ese abandono e insistía como lo hace un adicto al juego en el tragamonedas. Enfurecido hasta la córnea y no soportando un segundo más el ring del teléfono, me levanté contra mi voluntad y atendí. Colgaron al oír mi voz. Blasfemé a la nada durante cinco minutos seguidos, sin siquiera respirar entre cada palabrota. Me sentía una fontana de insultos.

Sentí que me despabilaba. Nuevamente recostado, traté de concentrarme para dormir. Cerré toda la persiana, pensé en un fondo blanco, invoqué al dios del sueño. Pero todo fue inútil. Me leí las obras completas de Sartre y Kant, conté más de diez mil ovejas, y hasta me vi una película argentina, esas en las que trabaja Graciela Borges y que se caracterizan porque no pasa nada, tres veces seguidas.

En dos horas va a sonar el despertador para ir a laburar otra vez. Y misteriosamente estoy empezando a bostezar como lobo marino. Algo me dice que mis horarios están invertidos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Cómo le va? Creo adivinar qué día le ocurrió todo esto.

¡Muy gracioso lo del baño, realmente me pareció una escena genial!

Acabo de darme cuenta que ha cambiado el nombre del blog, no me acuerdo del otro, (¿"Vivir intentando"?) pero este es tremendo, tanto el título como la bajada.

Bueño caballero, espero seguir leyendo sus cosas, y prometo comentarios un poco mejores que este (no mucho tampoco, el cuero no da para tanto)

Anónimo dijo...

Dr., en su blog somos amigos, el paréntesis del alias es sólo una broma. Y en el blog del "supra-firmante", competimos como en una payada, o en una payada, concretamente, pero también sostenemos y cimentamos amistad.
Yo ni siquiera imagino de qué días y noches habla, y mucho es lo que me gustaría saberlo.
Eso sí, comparto con ese tal Discepolín lo de la escena del baño, también yo reí mucho, y lo mismo con gran parte del resto del texto.
Realmente ando gratamente sorprendido por su pluma, en particular por su sentido del humor.
Lo felicito nuevamente, poco a poco leeré los demás textos.
Le envío un fuerte abrazo, de todos modos, pronto nos veremos.