miércoles, 30 de enero de 2008

El premio del concurso de baile

En el año 2002, último año del secundario, hice un taller de cine en donde uno de los temas que vimos fue el guión cinematográfico. A modo de práctica, se nos indicó que hiciéramos una tarea que consistía en escribir un guión en base a determinados papeles que por sorteo sacábamos de una bolsa. Cuando fue mi turno, saqué cuatro papeles que decían lo siguiente: "JULIAN WEICH", "MARIANO CLOSS", "TURQUIA", "NO SABÍA QUE BAILABAS TAN BIEN". Fue así como se gestó en mi cabeza este guión de una comedia corta en la cual los dos famosos llegan a Turquía.
El guión contiene información que también marca un poco la época en que fue escrito y aparecen nombres, que hoy al releerlos me traen una pincelada de lo que eran aquellos días. También ha mantenido vigente, a mi modo de ver, el humor, pese al tiempo transcurrido y a los cambios de estilo que haya podido llegar a tener en mi narración. Tal vez es un tanto largo para un solo posteo, pero creanme que es de fácil y rápida lectura, y si terminan de leerlo con una sonrisa habré logrado el objetivo que perseguí al momento de escribirlo.
Y lo último: los personajes son ficticios, y recibieron la forma de Julián Weich y Mariano Closs por mero azar. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

EL PREMIO DEL CONCURSO DE BAILE


ESCENA 1- NOCHE EN UN BOLICHE DE BUENOS AIRES

Mariano Closs camina por entre la gente que está dentro del lugar y llega al toilette. Se lava las manos, se moja la cara y mientras se arregla el pelo ve a Julián Weich salir de uno de los sanitarios.

MARIANO.- ¿Julián Weich?

JULIÁN.- Sí, ... ¿Mariano Closs? ¿Sos vos? ¿Cómo te va?

MARIANO.- Bien. No te había visto antes.

JULIÁN.- No, tengo una cagadera de la reputísima madre. Desde que llegué que no salgo de acá adentro. Pero ¿cómo anda todo?

MARIANO.- Bien, bien, bah..., sí, bien. ¿A vos, cómo te va? ¿No empezás este año con Sorpresa y Media?

JULIÁN.- No, me tomo un año sabático. Ahora voy a currar con publicidades y algún programa pedorro que empiece a mediados de año. No sé todavía que puede ser, pero seguir con Sorpresa y Media sería un quemo. Para colmo todavía no me garpan lo de UNICEF y la verdad estoy pensándolo seriamente si seguir con esos especiales de todo un día... A vos te escuché relatando un par de partidos de la selección.

MARIANO.- Sí, también estoy en los campeonatos Apertura y Clausura relatando partidos por La Red, la radio, ¿viste?

JULIÁN.- Sí, muy buena radio. ¿La de Hadad, no?

MARIANO.- Esa es Radio 10…

JULIÁN.- Sí, muy buena radio. Mandale saludos a Danielito cuando lo veas. Pero te noto preocupado, ¿tenés algo?

MARIANO.- Sí... estoy participando de un concurso de baile con una compañera. El premio es un viaje a Turquía. Llegué a la final, pero tengo miedo que me vaya mal justo ahora. El otro chabón parece muy bueno. Como que me va a romper el...

JULIÁN.- No te preocupés. Yo te enseño un baile para que vos le rompás el culo a ese “bailarín”. Mirá, levantas las manos así, bien estiradas y las movés para cada lado con rebotes. Así, ves. Después, mientras haces así, movés la cadera hacia todos lados. Esto lo hacés por medio minuto. Después cruzás un brazo bien arriba, el otro y te movés pero sin despegar los pies del piso, ¿entendés, no?

MARIANO.- Sí, pero, ¿este baile sirve para cualquier canción?

JULIÁN.- Pero claro... Pensá que en realidad si tiene menos ritmo lo haces más lento y si es muy rápida le das con todo. Además lo importante es hacerlos reír a los que están mirando, no hacerlos sentirse con bronca, ¿entendés? Dale, salí, capo, que vas a ganar.

MARIANO.- No sabía que bailabas tan bien.

JULIÁN.- Bueno, ahora lo sabes. Suerte, Mariano, te dejo ahora que me volvió la diarrea.

Julián se mete en una letrina y Mariano sale contento del baño.


ESCENA 2

Julián Weich sale del baño y busca a Mariano Closs quien estará bailando como él le dijo una canción no muy conveniente para dicho baile. Viendo que su amigo se encuentra en problemas le hace un gesto a uno de sus guardaespaldas. Éste se le acerca y oye lo que Julián tiene para decirle al oído. Luego se ve como Julián comienza a saludar a la gente mientras se pone a bailar y de fondo se puede observar al guardaespaldas amenazando al participante finalista del concurso de baile, e incluso como lo ataca.

ESCENA 3

Aparece el otro participante todo magullado y dice:

PARTICIPANTE.-Como Mariano bailó tan bien, no sigo participando.

JULIAN (hacia el público admirado por las palabras del participante).- ¡Se hizo justicia!

La gente comienza a aplaudir a Mariano Closs, quien se abraza con Julián Weich. Mientras se puede apreciar que el participante descubre que el guardaespaldas con cara de piedra lo está observando meticulosamente. La cámara regresa a Mariano quien se encuentra con un presentador, ambos acompañados por Julián.

PRESENTADOR.- Entonces no nos queda más que decir que los participantes ganadores del concurso de baile han sido el señor Mariano Closs y su compañera Elisa Alvarenga. Ambos ganadores de un viaje a Turquía. Felicitaciones. Les damos un fuerte aplauso.

Aplauso y emoción en la cara de Mariano, quien lo mira al sonriente Julián a un costado.

ESCENA 4- INTERIOR DE UN AVIÓN

La cámara hace un plano medio de Mariano Closs al lado de la ventanilla del avión hablando.

MARIANO.- Che, que suerte lo del concurso de baile, ¿no? ¿Quién se iba a imaginar que el tipo ese iba a rendirse frente a mi forma de bailar?

Plano general del interior del avión en donde puede observarse claramente que está sentado a su lado Julián Weich, quien al oír lo que éste le dice pone cara de desentendido y responde.

JULIÁN.- Sí, cierto.

MARIANO.- También ¿quién se iba a imaginar que mi compañera de baile iba a llamarme y decirme que no se sentía con ganas de viajar, que prefería no salir del país y que sería muy lindo si te llevaba a vos a Turquía? ¿No? ¿No es loco esto?

JULIÁN (Con la misma cara de desentendido...).- Sí, cierto.

MARIANO.- Y todo se lo debemos a tu baile. No bailé como vos, pero lo hice bastante bien, ¿no?

JULIÁN.- Seee... Che, cambiando de tema, sabés que me encanta tu forma de relatar... a ver, hacete un relato cortito de un partido...

MARIANO.- Bueno, pero ¿de que cuadro sos vos?

JULIÁN.- De Boca, ¿vos?

MARIANO.- ¡Yo también! ¡Tenemos muchas cosas en común! Definitivamente este viaje tiene toda la pinta de que va a estar bárbaro con vos al lado.

JULIÁN.- Sí, seguro (Risa forzada)... Bueno, dale, relatá.

MARIANO.- ...lleva la pelota Pérez, éste se la pasa a Riquelme. Gambetea y guapea Román. Está por marcarlo Lopez. Falta, lo marcó de por vida... cómo le fue al Román, Don Niembrooooo. Ahí entonces él dice alguna pavada y me deja continuar. El tirolibre le corresponde a Boquita. Se prepara para pegarle Románnn, acompañado de Serna. Para mí que le pega el Romi. Toma carrera Serna, patea Romaaaán, el arqueroooooo la manda la corneeeeer. Va el pelado Pérez a tirar el tiro de esquina que le corresponde al Club Atlético Boca Juniors. Centro al áreaaaa, la dejan pasar y va para que la domine el Guille; otro centrooo, Bracamonteeeee, tatata... huelo gol, y uhhhh. La colgó en la bandeja alta del estadio. Habrá que ir a buscarla con una escalera Easy, Easy, estamos para ayudarlo… Ahora entramos a jugar los últimos diez minutos del primer tiempo, Don Niembroooo...

Julián quien en todo momento esperaba que gritara gol se mantiene expectante y sonriente, pero también puede observarse en su rostro cierta impaciencia.

ESCENA 5

Julián intenta dormir. Se escucha la voz de Closs todavía relatando. Julián se cubre con la almohada los oídos, se revuelca, hasta que, harto de escucharlo le dice:

JULIÁN.- ¿¡Te podés callar!?

MARIANO.- ¡El público está impaciente, Don Niembro! ¿Qué dicen en el banco de suplentes de Boca?

JULIÁN.- Que te calles…

MARIANO.- Evidentemente hay mucha angustia por el inquebrantable cero a cero… A no desesperar, que todavía faltan veinte minutos de este segundo tiempo… más lo que adicione el árbitro, obviamente! Vas a ver Julián, el final va a ser de emociones fuertes, se huele en el aire de la Bocaaa…

Julián pone cara de por qué se le ocurrió pedirle un relato.

ESCENA 6- EN UNA CALLE DE ESTAMBUL

Están los dos muy desorientados. Ven pasar gente por todos lados. Ellos tienen el aspecto de turistas, con las cámaras de fotos colgándoles del cuello, anteojos negros, shorts y chomba. En el piso tienen unos bolsos y una valija cada uno.

MARIANO.- Bueno, ¿ahora que hacemos, Juli?

JULIÁN.- Ni idea, yo no sé hablar nada, ni inglés. Vos sí, ¿no?

MARIANO.- No, ni jota, macho. Cero de otros idiomas. ¿Qué hacemos?

JULIÁN.- Pará a ese tipo que viene ahí. Ese flaco seguro nos entiende.

Se acercan a un hombre que camina muy apurado, Mariano se adelanta, le toca el hombro y habla modulando cada sílaba de la frase. El hombre lo mirará extrañado hasta que responde sonriente y atropelladamente su texto. Nadie tendrá la posibilidad de siquiera murmurar.

MARIANO.- Dis...cul...pe, ¿ha...bla es...pa...ñol?

HOMBRE.- ¿Mariano Closs, sos vos? Soy argentino, como no voy a hablar español. Julián, maestro, capo total. ¿Qué hacen acá? ¿Y juntos? ¿No son acaso de canales distintos? Che, Julián, me dicen mis hijos que este año no empezaste todavía con tu programa, como te haces rogar... ¿Cómo anda todo por allá? ¿De la Rúa, Duhalde?, ¿quién está ahora en el poder? ¿Subió Zamora? Cuando suba lo voto. Ese tipo es un capo. Ojalá todos los políticos fueran como él. ¿Cómo anda todo eso del corralito y los cacerolazos, los piquetes y los saqueos? ¿A vos te agarró también el corralito? Unos parientes perdieron todo, pobre gente, no era guá, pero ahí, zafando viste, y con esto lo perdieron todo, todito. Afortunadamente yo trabajo en el exterior, como verán, y consigo dólares, pero tengo que mantener a toda una familia. Es jodido de todas maneras, no sé, que se yo. Che, Closs, ¿cómo anda River? Yo soy fanático, tengo unas ganas de ir a la cancha, pero como que desde acá es un poco imposible, ¿no? Y vos Julián, mi mujer dice que estás laburando en unas publicidades de jabones en polvo, ¿es cierto?, que decaída, macho. Y con lo que me reía con tus programas familiares. El chueco Suar debe andar bien, ¿no?, apretándose a la... ¿cómo es? ... Carola Casini, ¡Araceli! ¡Qué bombonazo esa mina, eh! Si la agarro la part.... Se darán cuenta que vivo lejos pero sigo al tanto con lo que pasa en mi país, no? (Mira el reloj) Uy, dios, miren que tarde se me hizo. Los dejo que llego tarde a la reunión, chau, chau, saludos a Niembro, a Suar y a Maby, chau.

El hombre se va trotando y quedan Julián y Mariano completamente paralizados, abrumados, casi sin respirar, intercambiando miradas.

ESCENA 7 - PLAZA DE ESTAMBUL

JULIÁN.- La concha de la lora, me quería ir de Argentina por un tiempo, pero a un lugar mejor. ¿Y a donde voy a parar? A este lugar de mierda. Qué horror, ¿por qué no llevan a los ganadores del concurso de baile a España en lugar de Turquía? Miserables.

MARIANO.- Bueno,... calmate, Julián. Turquía no es un país feo, la gente no parece mala...

JULIÁN- Que me chupen los huevos todos estos “caras de terroristas”. Mirá si no tengo razón que ese se parece a Bin Laden, ese a Yasser Arafat, ese a Saddam Hussein y ese a Polino. País de mierda. Y dicen que el nuestro es el peor de todos, mentirosos. Aunque la verdad minga que veraneo en un país como el nuestro. Nada mejor que Miami o Cancún, con la pendejada. Pero no, en lugar de esos lugares, acá o Argentina.

MARIANO.- Bueno, pará un cacho. No es para tanto.

JULIÁN.- Pero ¿viste con qué cara nos miran los turcos que paramos para preguntarles adonde morfar? Ni que les dijéramos: “Haceme una turca”, que los parió. (Busca algo en que posar la mirada que no le de asco y frena su vista en un monumento. Se vuelve a poner furioso. Y caminando con bronca hacia el monumento, en donde se puede ver en una posición heroica a una persona, dice): Encima mirá esa estatua que está ahí. El chabón es siempre el mismo. Tarados, son todos unos plagiadores, escultores truchos. Son todas iguales, ¿quién es ese para aparecer en todas las plazas, eh?

MARIANO.- Y a mí me lo vas a preguntar, que no distingo a Rosas de Sarmiento. A ver, pará, creo que tiene escrito algo. A ver, se trata de Mustafá Kemal.

JULIÁN.- Y ese ¿quién joraca es? Ves, son retardados. Poner una estatua de un desconocido en medio de todas las plazas. Y encima se hace el héroe de guerra, con esa cara de pelotudo.

MARIANO.- Bueno, basta. Calmate. Mirá, vamos a comer ahí, sí, y después buscamos un lugar para pasar la noche, ¿dale?

Julián refunfuña y camina con el otro hacia el negocio de comidas que está enfrente de la plaza. Entran y están las mesas y la barra para comer. Mariano se sienta en la barra y pide algo para comer mediante gestos. Julián solo hace gestos de bronca y odio. Les sirven pescado.

JULIÁN.- ¿Pescado? No tenés una comida más fea que este pescado podrido, turquito, ¿no tenés acaso higos turcos que son más ricos?

MARIANO.- Tranquilizate, Julián, o nos van a rajar a patadas.

JULIÁN.- Sí, que hagan lo que quieran, pero si quieren sacarme de este lugar espero que lo hagan rápido porque les pienso ganar. Ni pizza tienen.

DUEÑO (Asintiendo contento el dueño del local).- ¡Pizza! ¡Pizza!

Saca de debajo del mostrador una prepizza y señala el reloj indicando que en diez minutos está lista. Mariano Closs y Julián Weich se miran encantados. Julián le señala contento al hombre que van a sentarse en una mesa cercana a la ventana. La cámara los sigue y una vez que se sientan sube sobre sus cabezas mostrando el reloj. En un veloz movimiento de agujas se ve cómo las seis de la tarde se convierte en ocho de la noche. La cámara regresa a Mariano Closs y Julián Weich donde puede verse a Mariano dormido sobre la mesa y a Julián refunfuñando.

JULIÁN.- No puede ser. No tienen vergüenza. Turcos de mierda. Asesinos de turistas. Diez minutos. ¡Diez horas! Ni que estuviesen moliendo el grano para hacer harina, turcos pelotudos.

MARIANO.- Julián, podes no hablar que mi cabeza va a estallar. Te estás quejando desde que pisamos tierra en el aeropuerto.

JULIÁN.- Ah, ¡ahí saltó el abogado defensor de los turcos! Pero andá, ¿no te da vergüenza que traten a dos personas como nosotros así? Me gustaría tener a mis guardaespaldas para que les rompiese el culo a todos estos sinvergüenzas. Además tenés razón con lo de que pisamos tierra. Estos incivilizados tienen todo lleno de suciedad.

MARIANO.- Vamos, no exagerés. Uh, mirá quien viene ahí...

El dueño del negocio trae la pizza y comienza a dar un discurso mientras apoya la pizza sobre la mesa. Nadie entiende lo que dice, pero parece como una disculpa.

JULIÁN.- Callá a este pelotudo o lo trompeo.

Ambos se miran cuando acaba de hablar y Mariano hace un gesto con la cabeza de agradecimiento mientras Julián lo mira con bronca mientras éste se aleja. Una vez que vuelve a su lugar el dueño del local, los dos se miran a los ojos y, hambrientos, miran la pizza. Sus muecas de felicidad se disipan. Solo hay sorpresa en sus rostros. Plano detalle de la pizza. Ésta es la prepizza, sin nada, calentada, o sea un pedazo de masa sin queso, jamón, sin nada.

JULIÁN.- ¡Dios! Esto no es una pizza, ¿o sí? Mariano, decime que esta es la entrada gratuita que nos dan al pedir pizza...

MARIANO.- Sabés muy bien que es la pizza...

JULIÁN.- ¿Sin tomate, queso, morrones? Dios, no le pusieron ni aceitunas...

MARIANO.- Ni orégano...

JULIÁN.- ¡Ni orégano! Dios, que país. No, definitivamente esto no puede seguir así. Me niego a reconocer en esta barbaridad una pizza.

MARIANO.- Mirá, callate y comé, que creo que esto va a ser lo que más te guste...

Los dos toman una porción y al levantarla descubren que está un poco quemada. Antes de llevársela a la boca Julián Weich murmura:

JULIÁN.- ¿En que habrán desperdiciado tanto tiempo para dárnosla? Está quemada, pero no recibió fuego durante dos horas, sino sería carbón...

MARIANO.- Y seguramente tardaron bastante en moler las bolas del camello que estaba afuera para hacer la harina de la prepizza, jeje...

Julián mira su comida y decide con una cara de repugnancia regresar la pizza al plato y no probar bocado. El dueño al ver que no come se le acerca y le habla. Con gestos le pregunta si no le gusta la comida. Julián lo entiende...

JULIÁN.- No, no me gusta la mierda esta, no me gusta. ¡La verdad es que no pienso comer bolas de camello quemadas, no pienso siquiera quedarme un segundo más en este lugar tan repugnante, no quiero ver más tu sucia y asquerosa cara de terrorista, ni parar en una plaza y ver la misma estatua con un gesto distinto! No quiero ver más este país de mierda y su gente asquerosa. No quiero, no quiero, no quiero.

MARIANO.- Julián Weich, callate o nos linchan, boludo.

JULIÁN.- No lo creo. ¡Los voy a linchar yo primero!

Julián se arroja sobre el dueño del bar y Mariano Closs se levanta para tratar de interferir. Caos total dentro del negocio. Todos los turcos se meten en la pelea.

ESCENA 8- INTERIOR DE AUTO POLICIAL

Los dos están callados sentados entre policías turcos. La cámara se posa en primer lugar sobre Mariano quien mira por la ventana que tiene más cerca. Su cara es de vacaciones destruidas. Gira su cabeza hacia donde se encuentra su compañero. La cámara entonces hace un primer plano de Julián quien está todo golpeado. También está callado mirando por la ventanilla más cercana. Su bronca parece haberse ido tras haber recibido la golpiza.

MARIANO.- Sos un pelotudo. Ahora no sé cómo nos salvamos. Dios, ¿cómo pude haberte invitado?

JULIÁN.- Callate, boludo, que si no era por mí no viajabas.

MARIANO.- Ah, porque tu baile fue lo que me hizo ganar ¿no? Mirá, pongamos las cosas en claro. Si te saludé es porque somos los dos de la farándula y no podía hacerme el sota. Y la verdad es que me parecés un retardado en tu programa. De hecho me alegro que no te hayan dejado empezar este año con Sorpresa y Media, así tengo un canal más para ver los domingos a la noche.

JULIÁN.- Si no sabés no hablés, gil. No me prohibieron hacer mi programa, yo no quise. Que quede claro. Y si la idea es deschabarnos te digo que si hay algo muy insoportable es descubrir que el partido que uno quiere disfrutar está siendo relatado por un gangoso como sos vos relatando. Me das asco, y si no fuera por el respeto que le tengo a Niembro y el hecho de que no hay otro canal que me pase el partido, miraría a otro. Y para finalizar, Hadad, tu amigo de la radio, me parece un facho podrido.

MARIANO.- Pero, ¿qué decís? Hadad no labura conmigo...

JULIÁN.- No te laves las manos, gil.

Julián dice esto último dándole un tortazo a Mariano quien intenta reaccionar. Los oficiales los detienen mientras un oficial pide silencio.

OFICIAL.- Shhhh.

JULIÁN.- Bueno, me callo. ¿Adonde nos llevan? Che, ¿no hablan español? Pelotudos... Turcos estúpidos, ineptos que no saben un puto idioma que no sea el turco.

OFICIAL.- Sé hablar español. Lo llevo a uno de los hombres importantes de Turquía para decidir sobre su futuro en el país.

MARIANO.- ¿Llamaron a la embajada Argentina? ¿Al embajador?

OFICIAL.-Sí, pero les cortaron el teléfono. No pagan desde hace un año. No pudimos comunicarnos con ellos. Ahora silencio hasta llegar al lugar.

ESCENA 9- NOCHE EN EL PALACIO DE TURQUÍA EN ESTAMBUL

Mariano y Julián están sentados en dos sillones dentro de una sala bien amueblada, sin mirarse, diciéndose de costado los insultos que van aumentando en potencialidad de la voz, hasta casi llegar a arrojarse uno sobre el otro.

MARIANO.- ... Imbécil ...

JULIÁN.- ... Pelotudo ...

MARIANO.- ....enano....

JULIÁN.- ...Gangoso...

MARIANO.- ... Hijo de puta ...

JULIÁN.- Hola, mami.

Entra el oficial que los ve insultándose y se acerca a separarlos.

OFICIAL.- Silencio. No quiero oír una sola palabra más. Ahora va a entrar el señor más respetado en Turquía, el señor Carlim Menemen.

Julián y Mariano al oír el nombre se congelan en sus lugares.

MARIANO.- ¿Cómo dijo que se llama? ¿Carlim Menemen? Julián, ¿no será el turco? ¿no será Menem este Menemen?

JULIÁN.- No sé. ¿Crees que es Carlitos...?

MARIANO.- Y, no sé, pero...

JULIÁN.- Puede ser.

Entra un hombre petiso y con patillas, pero no Carlos Menem.

JULIÁN.- Parecido, pero no es exactamente quien esperábamos.

MARIANO.- ¡Que coincidencia, no! Carlim Menemen y Carlos Menem, los dos petisos y patilludos.

El hombre que entró toma una bandeja y se va. Entra entonces Carlos Menem quien se saluda con el hombre que se lleva la bandeja. Cuando mira a los dos hombres se sorprende.

CARLOS.- ¡Por dió! Pero si son Mariano Cló y Julián Weich. ¿Cómo le’ vá mi’ amigos?

LOS DOS JUNTOS (Aún sorprendidos...).- Bi...en

CARLOS.- Qué sorpresa má’ inesperada, la próxima avisen muchacho’. Por dió. ¿Pero que le pasó, Julián? Tiene un ojo morado. ¿Se peleó con alguien?

JULIÁN.- No, problemas con el gato, digo la abeja, digo el perro. (Cambiando de tema) Qué sorpresa, ¿qué hace acá?

CARLOS.- Y, ió soy muy necesitado. Ió tengo que estár aquí y aía. Soy buscado en todos lados, y acá estoy resguardado. Tengo que preservarme pal 2003. Y acá soy Carlim Menemen, y aiá ia me conocen. ¿Y cómo iegaron a Turquía?

MARIANO (Cambiando su actitud hacia su compañero).- Bueno, gracias a un concurso de baile en el que participé. Gracias a Julián pude ganar. No se imagina cómo baila este hombre.

CARLOS.- ¿Y les gusta Turquía?

MARIANO.- Sí, nos pareció hermosa. Los monumentos, las construcciones, todo.

JULIÁN.- Para ser sincero ... no la sentí demasiado. La gente me pareció muy amistosa y las comidas muy ricas, pero, no sé, como que mi casa está allá, en Argentina.

CARLOS.- Sí, pero no é tan así. ¿Saben una cosa? Ió tengo mucho poder aquí, así que voy a hablar con mis amigos para que puedan quedarse un rato más y disfrutar de Turquía...

JULIÁN.- La verdad es que no tiene que molestarse, Charlie, le agradecemos de todo corazón.

CARLOS.- Vamos, no se hagan rogar. Les veo las caras de quedarse acá. Ió me encargo. Voy a lograr que se queden aquí todo un mes. Hace mucho que están, ¿no?

MARIANO.- No, la verdad es que llegamos hoy a la tarde.

CARLOS.- Pero no han visto nada, no, no. Ustedes se quedan aquí por más tiempo, por dió. ¿Y como anda todo por aiá, en mi Argentina? ¿Sigue el corralito, lo’ cacerolazo, el jue’ Urso?

Mientras Carlos Menem habla la cámara hace un plano compartido de Julián Weich y Mariano Closs con sus caras mezcla de horror y bronca.


FIN

martes, 29 de enero de 2008

TATA

Un día se levantó sin que el despertador sonara, y no tuvo que correr a bañarse y vestirse de prisa (o como le habían enseñado las palabras napoleónicas, despacio, por estar apurado). Ya no debía ir a la carpintería a hacer esos trabajos que mediante su sentido común realizó durante gran parte de su vida. Con su camiseta blanca, caminó por el vestíbulo hasta la cocina, se preparó un vaso de leche y remojó la miga del pan del día anterior que guardaba en una bolsa de supermercado que colgaba de la manija de la puerta de la cocina. Sus dientes ya no eran tantos y tan fuertes como cuando era más joven, y la dentadura postiza le molestaba bastante. La radio a todo volumen seguramente habrá causado disgustos en sus vecinos, pero quién podría culparlo de haberse quedado medio sordo.

No sabía dónde habían quedado los años. Sintió que los había vivido, pero que hubiese querido vivir mucho más. Ahora se acercaba a cada minuto el final de la vida. Todavía se sentía saludable y no tan viejo, de hecho, todos le decían que no parecía de la edad que él acusaba conforme su fecha de nacimiento, y él no dejaba de hojear diarios y revistas con el afán de encontrar ancianos decrépitos que tuvieran menos años que él, y al hallarlos mostrárselos a cuantos pasasen por su lado diciéndoles: “¿no parece más viejo que yo?”.

En el espejo se miró las arrugas, esas marcas en su piel que con el correr del tiempo se fueron hundiendo más y más, como los sueños que le quedaban por cumplir. Sus objetivos podría decirse que estaban cumplidos, pero uno siempre busca algo por lo que valga la pena despertarse otro día y luchar. Y si bien lo que él más quería ya estaba hecho, sentía que todavía faltaban cosas por hacer. Pero quizás ya era momento para ceder tareas y simplemente dejarse llevar por los últimos años de la vida. Disfrutarla a la manera de uno y no pensar en nada más. También se notó nostálgico, solitario. El lado izquierdo de la cama estaba vacío desde hacía varios años y sin embargo ella seguía bien presente en su corazón, y en su recuerdo, y en sus ojos. Muy seguido se encontraba tildado pensando en aquellas épocas en que trabajó lo necesario para poder pagarle un pasaje a la América y lo acompañara en el emprendimiento de crear una familia, dejando atrás todo un pasado en un pequeño pueblito italiano llamado Lungro.

Le gustaba caminar. Mucho. Siempre lo hacía y ese día no sería la excepción. Hizo su paseo diario, y no le sorprendió lo ya rutinario del recorrido. Le agradaban esas calles, lo hacían sentirse seguro. Raro el sentimiento, pero era casi como sentirse el rey de esas calles. Le encantaba guiar a quienes les preguntaran por una calle, o mirar a los cotidianos puesteros que vendían en la vía pública e inventarles nombres. También era común frenarse en el kiosco de diarios y revistas y leer los titulares. Solamente los titulares, no porque no alcanzara a ver la letra más chica, porque su vista seguía siendo como la del lince, sino porque generalmente con solo leer la letra catástrofe le alcanzaba para tener tema de conversación con sus amigos de la plaza.

Y así andaba, caminando solo por la calle, sin apuros, sin bolsas, desentendido del ritmo que lo circundaba, viendo pasar el implacable tiempo sin demasiada inquietud ni mortificación. A veces andaba con una bolsita de pan recién comprado en alguna lejana panadería de su extensa caminata, o a veces con una revista de precios de supermercado enrollada en su mano. Lo que de ninguna manera iba a llevar nunca era algo que le cubriera la cabeza. Los sombreros, gorros y boinas no eran de su agrado, y se sentía contento de tener tanto pelo a su edad. Prefería mostrarlo y que los jóvenes calvos lo envidiaran un poco. Y si alguien le mencionaba que era increíble que tuviera tanto pelo, su pecho se inflaba y una sonrisa en su rostro le profundizaba las arrugas.

Y así pasaba su día, paseando su bigotito finito por la placita de Pasco y Alsina o por el shopping Spinetto, donde pasaba la mayor parte del día viendo a la gente pasar, comprando en el supermercado o mirando a los chicos divertirse. Daba vueltas por la planta baja, subía al primer piso, daba unas cuantas vueltas, a veces se sentaba un rato para tomar un poco de aliento o para mirar más detenidamente alguna situación, y después por la planta baja daba otro par de vueltas hasta retirarse.

A veces salía por la puerta que quedaba más lejos de su casa, para llegar a la ya mencionada plaza, donde se reunía con los demás ancianos con los que hablaban de la inseguridad, de los fallecimientos y de cómo cada vez iban siendo menos, de que la vida de ayer no era como la de hoy, de la lástima que les causaba que todo estuviera como estaba. Desperdigaban un par de críticas a los jóvenes, un par de culpas sobre los extranjeros latinoamericanos, muy probablemente por el engañoso discurso que los medios de comunicación les vendían a diario, un par de palabras acerca de la cantidad de orientales, y lamentos de que en las plazas ya no hubiese tantos chicos en los toboganes y hamacas, sino más bien borrachos tirados en el suelo. Hablaban de muchas cosas más, pero él, en los debates de política, religión y fútbol, prefería no tomar partido. Nunca le interesaron demasiado esos tres rubros, de modo que se contentaba con callar. Fue quizás una de las razones por las que siempre lo quiso la gente. Era difícil pelearse con una persona que no tenía dogmas en su vida.

A la noche iba a cenar con su hija, el yerno y los nietos, y a medida que avanzaba el correr de los años, sus pocos temas lo fueron conduciendo a hacer siempre los mismos comentarios, las mismas frases y hasta las mismas preguntas, que en cierto punto llegaban en ocasiones a causar fastidio en su familia por tener que estarle contestando siempre lo mismo. De todas maneras, el cariño que recibía siempre era grande, y todos lo cuidaban y protegían. Le perdonaban que la edad lo convirtiera nuevamente en un chico, y esperaban, pese a los años depositados en su haber, que viviera muchos años más, porque les agradaba su compañía, y hasta les causaba gracia sus repeticiones, eran parte de su identidad, y pese a que a veces podía resultar demasiado reiterativo, buscaban no apartarlo después de todos los años que él les dedicó en sus infancias, en sus crecimientos. Además siempre era una gran incógnita qué sería del día siguiente si no estuviera él para decirles esas frases que ellos inconscientemente terminaban repitiendo en los lugares donde generalmente pasaban más tiempo, como la oficina, la escuela o la universidad, frases como “qué cosa” o el cocoliche que lo llevaba a decir “tutto si combina” cuando dos sucesos atípicos se relacionaban.

Y así, cada día que pasa, cada día que él viste esas mismas ropas, que esa imagen camina esas mismas calles, que esa cara realiza esos mismos gestos, que esa presencia comparte esas mismas mesas, que esa cabeza comenta esas mismas cosas, van marcando un camino, constante y eterno, que lo identifica y lo hace inmortal en la memoria de las personas que lo conocieron. Y el día en que debamos aprender a convivir sin su presencia física, no dejará de ser recordado cuando inconscientemente quienes lo conozcan gesticulen, digan o hagan lo que él durante todos los últimos años de su vida enseñó religiosamente día a día.

sábado, 26 de enero de 2008

Una triste e injusta realidad


Mientras los leones no sepan escribir,
la historia la seguirán escribiendo los cazadores.
Los Macocos

viernes, 25 de enero de 2008

La Salamanca

Caminaba de prisa hacia el rancho donde estaba parando en una noche más oscura que la vida privada del intendente de la zona. El hecho de que no hubiera luna generó que un manto oscuro cubriera la totalidad del cerro, y la única manera de poder caminar sin tropezar era aguzando los sentidos al máximo y realizando pasos mínimos. El cerro se volvía escabroso y las piedras comenzaron a tornarse peligrosamente resbalosas en el momento en que una ligera lloviznita veraniega se volvió un crudo temporal. De modo que la bajada fue acompañada de un fango y pedregal difícil de tratar.

Afortunadamente, conseguí alcanzar la base, y en pleno diluvio me mandé por el valle, con el mayor de los cuidados. Sentía como mis pisadas se sumergían en un terreno fangoso, casi como si caminara sobre un campo cubierto de bosta fresca, y así pasé un buen rato, hasta darme cuenta de que la lluvia, la falta de estrellas, un par de resbalones inesperados y la circunstancia de no ser baqueano, me habían logrado confundir y ya no tenía la menor idea de hacía donde debía ir.

En plena quietud, como la que adquiere un chango cuando escucha a la madre llamarlo por el nombre completo, traté de aguzar el oído e intentar oír más allá de lo que me permitía la lluvia y los silbidos del viento que varias veces amenazó con volarme el sombrero para siempre. Y fue en esa pausa en mi caminar que oí a lo lejos, unos lejanos sonidos, como cantos y rasguidos de guitarra.

Movido por la curiosidad comencé a caminar hacia el lugar de dónde creía oír que provenía aquella música. La oscuridad no cedía, ni tampoco veía luces, ni figuras recortadas en la lluvia, pero las voces se hacía a cada paso más nítidas, más claras, y pronto comencé a sentir un payador arpegiando, un bombo acompañando, risas de mujeres, murmullos de muchas voces hablando a la vez. Definitivamente debía andar cerca de algún lugar donde se celebraba una peña o una fiesta, pensé. Pero no lograba ver nada más allá de los pasos que dejaba marcado en el barro.

¿De dónde venían esas voces? ¿Por qué la lluvia no frenaba el canto y el jolgorio que cada vez se tornaba más frenético? ¿Acaso había algún rancho o pulpería que los resguardaba de la tormenta? Inútilmente hice y deshice caminos para encontrar el lugar de dónde venían las voces, ese refugio donde poder resguardarme del temporal.

De repente, un galope me hizo virar y noté un resplandeciente caballo blanco con un gaucho también vestido de vestimentas igual de límpidas cortar la lluvia a medida que se acercaba hacia donde yo estaba. Procuré con señas llamar su atención para que me viera, pero sentí en mi interior que ya había sido observado desde hacía mucho tiempo y recién ahora, por su decisión, venía a mi encuentro. Tiró de las riendas del equino y me miró desde su montura con altanería. Misteriosamente sentí que la sangre se me helaba ante semejante mirada, penetrante, tenebrosa, diría casi diabólica.

Luego de intercambiar un par de palabras me ofreció entrar en La Salamanca. Le expliqué que no tenía la menor idea de lo que me estaba hablando, y me dijo que la Salamanca era el lugar del que provenían las voces, risas y guitarras que estaba oyendo. Miré hacia todas partes buscando en donde no había la dichosa Salamanca. Desde ya, fue en vano. Pero muy sonriente, el gaucho desconocido, me arrojó un rosario y me aclaró que solo debía escupirlo para poder entrar. Acto seguido, sacó de su bolsillo una virgencita y le encajó un certero escupitajo.

Como por arte de magia, de entre la oscuridad y las lágrimas del cielo, advertí como se iba haciendo cada vez más y más fuerte una luz de un portal de una suerte de pulpería. En el interior pude vislumbrar una gran cantidad de gente cantando en un estado de ebriedad importante, mirando a un guitarrero payando, algunas chinitas bailaban sonrientes y con una sensualidad increíble. Todo era alegría en el interior de aquel lugar, y a nadie parecía importarle que afuera del rancho estuviera cayendo el diluvio universal.

El gaucho de vestimentas blancas, luego de entrar, me hizo un gesto desde el interior para que lo siguiera. Pero me quedé quieto, bajo la lluvia, mirando desde la distancia. Eché un vistazo el cristo que llevaba en la mano, y el sufrimiento de la cruz me generó unos sentimientos de repugnancia hacia la gente que celebraba en aquel lugar. Por un momento, me compadecí de esa imagen triste que tantos penitentes cuelgan en sus cuellos, casas y le dedican plegarias. Respiré hondo, y pese a no ser un ferviente creyente de religión alguna me colgué el rosario alrededor del cuello.

El gaucho, rabioso, tras echar una sarta de palabras impropias de un hombre educado, cerró las puertas y de inmediato dejó de oírse el canto, las risas, los murmullos. La luz se fue apagando hasta desaparecer. Y casi en un abrir y cerrar de ojos ya no hubo más fiesta, ni rancho, ni Salamanca, ni nada de nada. También, y casi como por arte de magia, paró de llover. Quedé helado, completamente paralizado, en un estado de estupefacción absoluto. Había vivido lo que cualquier gaucho o lugareño llamaría "cosa'e mandinga".

A la mañana siguiente, y todavía sin poder creer lo que había pasado aquella madrugada, al salir el sol busqué la explicación de lo que había ocurrido en los rastros en el suelo fangoso. Nunca pude hallar las pisadas del caballo que dirigía el gaucho, sólo mis pisadas que iban y venían, y unas pisadas de cabra que desaparecían en donde por la noche había un rancho del que provenían cantos, risas y murmullos.

miércoles, 2 de enero de 2008

EL GOL DE MI VIDA

Siempre fui un gran patadura en el fútbol, pero que, a diferencia de aquellas personas que han directamente llevado una vida de frustración hacia el deporte en general, yo no fui un hueso tan duro de roer, y pese a saber mi condición de bestia animal desconocedor absoluto de los famosos pases elegantes, las paredes, y el fútbol con clase, me mantuve siempre presente en las canchas y no sólo eso, sino que hasta llegué al extremo de sentir orgullo por mi juego tosco y primitivo.

Imagínese que, si ya de por sí era odiado por los jugadores con los que compartía el encuentro, sobre todo los de mi bando, al hacer una mueca jocosa o inclusive triunfante, al tirar al lateral una pelota que me había quedado picando para rematar a un arco sin arquero, eso era directamente una declaración de guerra para el capitán del equipo. Fueron varias las veces que tuvieron que agarrar entre varios al capitán para que no me descuartizara en plena plaza, mientras yo, con toda tranquilidad, lustraba mi botín derecho con la manga de mi casaca y no paraba de sonreírle después de alguna brutalidad típica.

Sí, jugábamos en la plaza, entre las hamacas para chicos y los asientos con mesadas de ajedrez para los ancianos. Es que lo mío fue el amateurismo. Y si bien siempre fui un gran cara rota, el profesionalismo no era para mí. El hecho de saber que era un pésimo jugador, me llevó a que sólo me probase en uno o dos, o tal vez cinco, clubes distintos (profesionales y de barrio). Y aprendí a no seguir insistiendo demasiado ante las constantes negativas. Todas las veces que fui a demostrar mis habilidades en las inferiores sentía la misma adrenalina que se siente al ir a una entrevista de trabajo, o a la casa de la novia a conocer a los padres, o al momento de elegir dos sabores distintos de helado ante la mirada inquisitiva del señor heladero. Uno se siente un poco intimidado por la magnitud de esta clase de eventos, y quizás pierde un poco de nivel. Pero por esa época yo todavía no perdía la fe de que alguien notaría detrás del manojo de nervios que corría incansablemente los primeros cinco minutos atrás de la pelota y que después se apoyaba en el poste del arco a hacerle compañía al arquero del equipo, ese diamante sin pulir con habilidades ocultas. Yo sabía que con una buena enseñanza, y unos retoques de mi técnica alcanzaría el nivel de un profesional del balón, y hasta tranquilamente podía cotizar más alto que The Coca-Cola Company. No sabía cuándo afloraría ese buen fútbol en mí, pero sabía que lo llevaba en los genes.

Desafortunadamente siempre faltó esa persona arriesgada y con fe ciega que viera en mí una revelación. De hecho, hubo varios clubes que hasta tuvieron el descaro de devolverme el dinero del colectivo en el que había ido, por lástima. Desde ya que no lo rechacé.

En fin, fue así como quedé rezagado en el amateurismo, en los partidos que se armaban en la plaza que estaba a dos cuadras de mi casa. Éramos una banda de alrededor de diez u once pibes. Si llegábamos al impar se elegía un árbitro. Generalmente en esos casos, por decisión unánime era elegido yo para arbitrar el encuentro. De modo que mi potencial futbolístico quedaba reducido a los días en que éramos pares.

Antes de comenzar el encuentro siempre los dos capitanes, es decir los que mejor la movían de todo el grupo, el tano Pulenti y el negro Ramos, hacían pan y queso, y elegían primero a sus escoltas del día a día, y después iban seleccionando del montón en base a habilidades y a la estrategia de juego que tuviesen en mente. Obviamente yo siempre era el último o antepenúltimo en ser elegido. Junto a mí permanecía el gordo Domínguez, un muchachito de manteca con cara achanchada y cuerpo hinchado que generalmente venía a los encuentros con el alfajor y la cindor de la merienda en el bolsillo. Y como siempre era elegido para atajar, mientras no había riesgos en su portería se mandaba la merienda. Unas cuantas veces vimos cómo se le atoraba el Jorgito en la garganta del julepe que se agarraba cuando, de repente, veía como un contragolpe inesperado lo dejaba frente a dos o tres atacantes del equipo rival.

A mí casi siempre me tocó jugar en el equipo contrario a Domínguez, pero alguna que otra vez compartimos equipo, y luego del fracaso rotundo de dicha dupla se llegó a la conclusión de que quedaba terminantemente prohibido para los partidos de la posteridad repetir el experimento. Eso dijeron, la experiencia demostró que la gente se olvida de las promesas. Lo cierto es que nos convertimos en eternos rivales. Algunos jugadores que estaban enfrente podían quizás al poco tiempo estar de mi lado, pero él no. Y eso nos distanció mucho. Yo no me tragaba que él merendara mientras yo recibía quejas por mi juego, y lo peor, es que al final era él el del equipo que siempre ganaba.

Es que el tano Pulenti por alguna razón lo elegía siempre a él en el pan y queso, cuando sólo quedábamos nosotros dos. Era un jugadorazo, de lo mejorcito del barrio. Tenía una gambeta fenomenal, hacía pases magistrales que conseguían que la pelota durmiera sola al caer contra el piso, casi como pidiéndole al jugador que recibía el pase que tuviera el honor de acompañar a aquella dama a la red rival. Esas cualidades, esa dirección del equipo tan prolija, tan clara, convertía a su equipo, jugase quien jugase en un orden armonioso y estable, que siempre terminaba ganando. Esto no le agradaba para nada al negro Ramos, que también era un muy buen jugador, pero era más individualista, más de elegir buenos jugadores y que se las arreglen. Ya no era él un cómplice del juego en equipo, sino que imprimía un estilo más caótico. “El que le saca la pelota al rival, decide”, se había vuelto su lema. Él era mi capitán. Detestable, irritante, sólo buscaba competir y no tanto pasar un buen rato. Y eso lo diferenciaba y mucho de la tranquilidad y seriedad que tenía Pulenti. En pocas palabras, nuestro equipo era un caos absoluto. El negro terminaba sin voz al final de cada encuentro debido a la manera en que gritaba, puteaba contra todo el equipo y por lo general, cinco minutos antes de que se pusiera el sol y ya no viéramos nada, se las tomaba. Se calzaba la camperita deportiva que siempre traía, y se rajaba. De los dos, no cabía duda que yo admiraba de sobremanera al tano, pero el sentimiento desafortunadamente no era recíproco y nunca tenía la chance de encontrarme bajo su ala.

Pero un día, las cosas se volvieron inesperadas. Fue algo grandioso, casi de película. Quedábamos el gordo Domínguez, el ruso Millstein y yo. Pulenti tenía la decisión en su poder, y se lo notaba meditabundo, como buen estratega, analizando el paso a realizar, tratando de descubrir los riesgos y las ventajas de cada uno. Miró furtivamente a la gente que lo rodeaba, y luego de una pausa extendió su largo y flaco dedo índice y me señaló. El corazón se me salía del pecho, todas mis piernas sintieron una energía positiva que me hacían saltar sin parar.

- No te vayas a cansar antes de que empecemos a jugar saltando tanto… -me murmuró Pulenti. Dejé de saltar de inmediato. Sentía una emoción muy fuerte, y también mucho respeto y admiración. Además, existía la gran posibilidad de que ganara mi primer partido desde que comencé a frecuentar la plaza –unos tres años atrás- y eso me emocionaba. Por otra parte, pensé que ya era momento de que floreciera mi magia y causara sensación, de modo que Pulenti no se sintiese defraudado y me eligiera a mí en lo sucesivo.

No sabría decir si fue por mí, o por la lluvia que comenzó a caer cuando íbamos diez minutos del encuentro, o por una tranquilidad mayor en el negro Ramos al saber que yo no iba a estar interfiriendo en sus planes, pero lo cierto es que el partido no fue pan comido, y si bien casi siempre estuvimos dominando las situaciones, una serie de contragolpes condujeron a que nos igualaran en el marcador.

Advertí que la cara del tano se transformaba un poco, y si bien se mantenía recto, comencé a verlo distinto, más nervioso, como conteniendo el grito. Se llevaba la mano a la cabeza muy seguido, y murmuraba cosas que no llegaba a oír. Recuerdo que me dio un pase magistral que me dejó solo frente al arco, y el arquero salió a tapar, quise hacerle sombrerito, pero con tanta mala suerte que la pelota subió por encima del arquero, por encima del arco, por encima de los juegos para niños y se incrustó entre dos ramas de un árbol, llevándonos diez minutos recuperarla para poder seguir. Y él se me acercó y apretándome el hombro con su mano, me dijo: “Tranquilo, tenés pasta, sólo que estás un poco nervioso”. Pero la verdad es que se le notaba en los ojos que si podía me quebraba el cuello en el acto.

Estaba jugando muy mal, peor que nunca. El juego en equipo que planteaba Pulenti indefectiblemente conducía a que todos jugáramos, y eso me obligaba a participar más en las jugadas, y cada vez que tocaba el balón equivalía a una desgracia. Y encima ya faltaba tan poco tiempo, y por primera vez desde que yo asistía a los encuentros, el partido iba a terminar empatado. El negro Ramos estaba que destilaba felicidad, no había gritado más que palabras de aliento para su equipo, era otra persona realmente. Ni una queja hizo en todo el partido. Y eso que llovía, y él detestaba embarrarse. Pero esa vez no le importaba nada. Era un hombre feliz.

Por una cuestión de poca luz, se decidió que jugaríamos un minuto más, y yo sentí que mi actuación había sido más que mediocre, había sido absolutamente lamentable, pésima, un horror. Me veía como parte de ese barro molesto que solo complicaba las cosas, que entorpecía en lugar de no ser siquiera útil. Para colmo a esa altura, ya habían pasado unos cuantos minutos en los que mis mismos compañeros, por una cuestión de prevención, habían preferido no pasarme la pelota, y era evidente que si no era por mí, ya no tocaría el balón hasta el siguiente encuentro, si es que no éramos impares y me mandaban de árbitro.

Fue justamente, mientras me encontraba envuelto en estos pensamientos, que me vi parte de una gran maraña de piernas y la pelota que iba y venía y de repente ocurrió el milagro. La bola tocó mi botín, como escogiéndolo, casi como diciéndole “quiero que seas vos quien me acompañe a la red”, y sentí en un abrir y cerrar de ojos que entendía en ese instante adrenalínico, el sentido del fútbol. Acaricié el balón con el empeine y logré evadir a aquellos pies alocados que, al advertir la ausencia del esférico frenaron en seco. Por un instante hubo un congelamiento de acciones. Noté cómo todos se movían en cámara lenta a mi alrededor. Los de mi equipo miraban temerosos de que perdiera la última chance de ganar el encuentro, los rivales dudaban si quitarme el balón o dejar que yo me hundiera solo en el fracaso y la perdiera en algún tropezón. No dudé un solo instante en lucirme. Decidí que iba a ser un éxito o un fracaso, pero iba a ser algo.

Empecé a correr, no sabía que haría pero correría, la pelota me seguía, se entendía con mi pie, y casi nunca me la olvidaba. Todo era gris oscuro, y la lluvia no me importaba. Vi unos espacios entre piernas defensoras, gambeteé un par, luego otro, me sentía endiablado, como si hubiese sido poseído por el espíritu de un gran jugador. Noté que no me costaría llegar al arco porque había poca defensa, y ya nadie bajaba. Si me apuraba podría tener un mano a mano con el arquero y remediar los errores que había cometido hasta el momento. Oí voces en el aire, las sentía como distorsionadas por la cámara lenta en la que sentía al resto de los jugadores. Alguien intentó quitarme la pelota, pero la pisé, lo hice seguir de largo y retomé para el lado contrario, haciéndolo un nudo en plena cancha. Y el arco ya estaba ahí. Lo sentía, vibraba el aire. Las gotas de la lluvia habían quedado congeladas a mi alrededor, en un segundo interminable en el que yo sabía que acababa de llegar a la posición necesaria para patear, a mis espaldas todos los defensores como alambres caídos se debían sentir como los ingleses en el gol de Maradona. Y yo ahí me encontraba, en plena posición. El arquero, mi enemigo de siempre, el gordo come-meriendas Domínguez, estaba con los ojos desorbitados, en la duda existencial de si salir a achicar o no. Vi a su costado los restos de su comida, un envoltorio de Guaymallén con relleno de fruta y un cartón de chocolatada Cindor vacío. Una sonrisa maligna se adueñó de mis labios y sin pensar demasiado la toqué suavemente hacia el poste derecho. El gordo arquero intentó arrojarse a atajarla, pero estimo que lo hizo para la foto. La pelota pasó bajo su panza y mi boca se llenó del grito de gloria más gritado en el último siglo: GOOOOL!

Sin lugar a dudas, era el gol de mi vida. Nunca antes había metido un gol así, creado, continuado y terminado todo por mí. De los pocos que hice, la mayoría habían sido de rebote, o por pura suerte, cuando de golpe me pegaba en la rodilla y se metía, o incluso aquella vez en que pateé con tanta fuerza que la pelota se estrelló contra el travesaño y al caer golpeó la espalda del arquero y se metió adentro. Pero esta vez yo había tenido el dominio de la situación. Había manejado la totalidad de la jugada y había definido con una magia especial, que no era mía. Finalmente sentí que había aflorado ese buen fútbol que yo sentía que existía en mi interior, que portaba en mis genes.

Seguí con el impulso del disparo perfecto, y tomé la pelota antes de que alcanzara los bancos de ancianos. Y fue entonces cuando algo me hizo ruido en la cabeza, la ubicación geográfica en la que me encontraba, el gordo Domínguez, caído en el suelo, como un lechón sacrificado para nochebuena. Luego de que Pulenti me eligiera para que tuviera el honor de estar en su equipo, quedaban para ser elegido el ruso Millstein y el gordo. Y si bien no vi el momento en que se terminó la selección, lo cierto es que no cabía duda alguna de que el negro Ramos había jugado con Millstein.

Nunca lo había visto a Pulenti llorar como aquella vez. Caído en el piso, con el alma derrotada. Tampoco había visto nunca tan feliz y rebosante al negro Ramos y su equipo, que no paraban de reír y festejar. Y veía los ojos de furia que se clavaban en mí, y los de pena que me llegaban de otro lado, y las risas y los dedos índices que me apuntaban cual mero objeto de burla.

Fui a donde se encontraba Pulenti, quise disculparme, y explicarle que la costumbre era que jugáramos el gordo Domínguez y yo en equipos distintos, y que además había sido partícipe de una acción confusa que me mareó un poco, y que al fin de cuentas era solo un partido el que había perdido.

Mientras escapaba de los piedrazos que en plena persecución el tano me arrojó, sentí que realmente el negro no era tan mal tipo al fin de cuentas, y que quizás había idealizado un poco a Pulenti, ese tano mafioso que sólo pensaba en ganar. Al fin de cuentas, siempre había jugado con el negro Ramos, y mi corazón estaba inclinado hacia ese equipo, además de que el gordo Domínguez era mi eterno rival, y no me bancaba ni un poco que comiera tantos alfajores y tomara tanta chocolatada.

Nunca más volví a esa placita a jugar al fútbol, en parte porque consideré que ya era hora de conocer otras plazas, pero también un poco por vergüenza, y también un poco por miedo. Pero de cualquier manera, ese gol tan mágico, en contra, pero sorprendente igual, no me lo olvido más.