lunes, 2 de enero de 2012

Una noche de verano

Cuando me di cuenta, ya era demasiado tarde. De todas maneras hoy pienso que el tono trágico de aquel momento no fue más que una consecuencia más de los excesos del alcohol, pero en aquel instante, mi desesperación adquirió tintes de vida o muerte, y sabía que sería suficiente para recomponer el orden y salvar la noche si pudiera conseguir una cerveza más. Claro que si consiguiese un par o una docena, la velada duraría un par de horas más, y eso me daría un margen fenomenal para llevar a cabo las movidas de ajedrez que había planificado de antemano. Traté de focalizarme, dejar los pensamientos para otro momento y dedicarme a buscar las cervezas sin abrir que pudiera haber en mi departamento. Pero tras un minucioso control de la heladera comprendí que ahí dentro no quedaban más, ni sobre los estantes, ni en la puerta, ni en los cajones de fruta, los cuales habían estado vacíos desde que me mudé al departamento. Entré en pánico. Busqué por el suelo, miré los cadáveres de vidrio de diferentes marcas sobre la mesada, y confieso que hasta llegó a cruzárseme por la cabeza juntar los distintos culitos que mis invitados habían dejado en cada botella para ver si llegaba a armar aunque sea una suerte de Frankestein cristal. La idea me dio una arcada y deseché el plan de inmediato, mirando inclusive de reojo casi temiendo que alguien tuviera la capacidad de leer pensamientos.
También vislumbré la posibilidad de que alguna botella cerrada hubiese quedado sin guardar en la heladera y que, si bien no iba a estar a punto, con unos hielos y mucha buena voluntad, se podría superar la falta de bebida alcohólica. Abrí un par de puertas, revisé la alacena, el lavadero, debajo de la mesa, y hasta me llegué a agachar y mirar por debajo de la mesada para asegurarme de que ninguna hubiese rodado a esconderse en aquel rincón inaccesible. Obviamente, no tuve suerte, aunque sí encontré una caja de fósforos, dos encendedores, el primer magiclik que me regalaron, que perdí al día siguiente, y hasta el famoso anillo que una ex novia se volvió puta buscando y por el que me acusó formalmente de habérselo quitado y vendido por unos mangos. De todo lo hallado, solo tomé el dichoso anillo y lo guardé en el bolsillo del jean. Si bien las cosas con Micaela habían terminado mal, tenía en mente devolvérselo y limpiar mi nombre. De orgulloso, nomás.
Pero ahora tenía una urgencia mucho mayor, evitar que mis amigos sufrieran la inminente escasez de recursos con porcentaje alcohólico.
Pensé que sería una salida piola pasar al vino, pero en Buenos Aires, durante ese mes de enero la temperatura promedio había rondado los 40°, y solo pensar la idea de tomar algo natural me acaloró y busqué otras soluciones posibles.
Me asomé al living y reparé en los vasos de los invitados, estaban en su mayoría llenos, lo cual me daba un margen para actuar sin que lo notaran. La solución más a mano era tal vez la más hincha pelota: tenía que salir de compras y rogar que a algún almacen del barrio le diera lástima y me la vendiera muy a pesar de las contravenciones en las que incurriría. Es que no sé bien por qué, pero algún legislador había tenido la tonta idea de prohibir la venta de alcohol a los kioscos y supermercados a partir de cierto horario de la noche, como si eso evitara que la gente dejase de beber. Lo cierto es que lo único que ocurrió desde ese momento fue que tuviéramos que pagar servicios de mesa y propinas en bares donde no sé por qué sí se autorizaba a vender después del horario en cuestión, o que comprara clandestinamente ya sea en ciertos supermercados chinos o almacenes que se animaban a correr el riesgo, y que por eso, aumentaban escandalosamente los precios de las botellas, quizás para poder pagar las coimas que les permitían seguir el jueguito nocturno. De modo que la bendita ley seca no sirvió absolutamente para nada.
Con con dos envases de cerveza dentro de una mochila, separados entre sí por un diario para que no repiquetearan en mi salida, eché un vistazo de toda la situación: por un lado estaban Eva y sus amigas en el sofá. Parecían entretenidas, y hablaban sin parar. Algunos de pie, fumando en el balcón contemplaban la noche, y en la mesa redonda del comedor, el tano, el negro, Marquitos y Chuco habían aflojado un poco con el chupi gracias a las cartas del truco que los entretenía por el momento. Sus partidos eran vibrantes, casi que parecían hibernar mientras jugaban, para tener los pensamientos más claros, y las mentiras que se retrucaban con ingenio y pasta de actor a flor de piel. A su alrededor cuatro o cinco de palo se limitaban a observar y festejar las estrategias. El panorama me daba al menos entre quince y veinticinco minutos, dependiendo de las cartas que les tocaran y que ninguno anduviera con el "quiero" fácil.
Cuando estaba por cerrar la puerta, Marquitos gritó ¡Falta envido! y a mí se me heló la sangre con la llave en la mano y la puerta a medio cerrar. Está mintiendo, no tiene nada, dijo el tano a Chuco. Sí, ya sé, pero no tengo nada. Yo tengo algo, muy poco, pero soy pie. No vale la pena. No quiero.
Respiré hondo.

Había cola en el chino. Algunos con bolsas de compras, otros con un changuito, varios con mochila, y el que estaba siendo atendido, que parecía llevar en sus brazos un bebé, en realidad cargaba también con dos envases vacíos envueltos con una mantita. El chino a cada traspaso de mercadería por entre las rejas relojeaba a un lado y a otro. Cuando fue mi turno, a mis espaldas ya se había formado una nueva hilera en la cual muchos copiaban los procedimientos precedentes, pero otros ya andaban con las botellas en la mano como si nada. Cuando le pasé los envases el chino me dijo "Solo blama". Asentí con un gesto que sentí zen, de paz con el universo.
Nunca pude precisar el momento en el cual la policía llegó, pero de pronto el chino que cargaba mis botellas se vio rodeado por un operativo que parecía de película de Hollywood. "Te agarramos con las manos en la masa, taichichuan" se burló un uniformado mientras le sacaba las botellas de entre las manos, y a mi me dio una pena que me partió el alma ver la mueca de desesperación del chino mientras le levantaban el acta de clausura. Pol favol, polemos aleglar. Ah, pero encima nos quiere coimear este chino sucio, dijo con bronca un policía que se quería sentir como un elliot ness posmo. El chino pasó del gesto desgraciado a una mirada fija en mí que equivalió a diez patadas de Bruce Lee. Todavía hoy cuando paso por esa cuadra, me cruzo por la vereda de enfrente, para evitar las represalias que por esa mirada sé que algún día voy a recibir.
Sin envases y sin cervezas, con una mochila vacía a cuestas, recorrí algunos almacenes y supermercados más, pero o estaban cerrados o preferían no vender. Al quinto intento arriesgué un diálogo con un almacenero que se parecía al Coco Silly: Pero yo me acuerdo que vos una vez me vendiste. Sí, pero hoy es una excepción, hoy no puedo. Pero ¿por qué no?. No, hoy es día de inspectores... Es una mierda, pero... es lo que hay. Entonces, me animé a confiarle mi situación: Es que estoy en un gran problema. Organicé una fiesta en casa por una minita que quiero impresionar, viste, pero las amigas son de fierro, chupan más que Baco. ¿Que quién? preguntó mirándome con desconfianza. No importa. El tema es que si las amigas se quedan sin cerveza se las pican, se van a bailar, o a un bar de esos caretas que hay por Palermo o por Puerto Madero, y yo necesito un rato más, no me animé hasta ahora, pero si tengo una le pido ayuda para algo, y la idea es apartarme de la gente y hablar con ella. ¿Y por qué no lo hiciste antes o sin cerveza de por medio? Y... es que me da cagazo, me gusta mucho la minita y tengo miedo de que me transforme en tartamudo. Pero, nene, dejame que te cuente la verdad de la milanesa, sí, vos sabés que nosotros no nos levantamos a las minas por lo que hacemos. Aunque nos hagan creer que somos nosotros los que las seducimos, el poder de decisión es de ellas, siempre. Si a la flaca no le gustaste, podés bajar la luna de un hondazo que va a ser lo mismo para ella. O podés ser un pelotudo que si a la piba le caíste bien, todas las pelotudeces para ella van a ser unas monadas re divertidas, y recién te va a ver como verdaderamente sos con un par de años de casados.
Quedamos un instante callados, meditando. Finalmente rompí el silencio. ¿Tenés galletitas de agua? Me quiero cortar las venas. El tipo del almacén se rió, me dio unas palmadas en la nuca, y me dijo: nunca te vuelvas loco por una mina, no es saludable para el cuore. Y se golpeó tan fuerte el pecho que pensé que se iba a desplomar de un bobazo ahí enfrente mío. Y además, agregó, hay muchas. Las mejores minas no son esos culos encerados de la tele, esos gatos no valen ni dos pesos. Las minas de verdad son las que te comprenden y quieren ser tus compañeras de viaje por muchos años, con suerte, toda una vida. Esas minas valen oro y son mucho más accesibles de lo que vos crees.
Gracias... me quedé un instante queriendo pensar el nombre de aquel almacenero que no conocía. Me dicen Coco, y ya sabés, venite cuando quieras.
Me sentí renovado. Coco había como una brisa fresca de verano. Me estaba por ir cuando Coco me detuvo. Estaba pensando que tal vez necesitas cosas para el día siguiente, podes hacer un encargo y yo te lo dejo separado, y vos lo pasas a buscar por la mañana. Yo puedo anotarte el pedido, como que lo hiciste ayer a las 18 hs, y vos te venis a buscarlo... yo estoy abierto las 24 horas, no sé si me explico. Vos querías una cerveza, te puedo dar un queso cremoso y 100 de jamon, y no sé, quizás para dentro de media hora ya podrías pasar a buscar el pedido. Le sonreí, me leíste el pensamiento. Busqué la billetera pero estaba vacía. Con una billetera en esas condiciones olvidate de conquistar los culos encerados de la tele, me dijo Coco. Uh, soy un colgado. ¿Aceptás este anillo en forma de pago?, le dije extendiéndole el anillo de mi ex. No, no te preocupes, te lo anoto para cuando tengas, amigo.
Guardé el anillo y la billetera, volví a darle las gracias y caminé dos cuadras de regreso a casa. Había decidido desistir del plan de la cerveza, de Eva, de enamorarme de ideales. Ya era hora de ser yo mismo, y disfrutar de los buenos momentos. Pasé inconscientemente por la puerta del edificio de mi ex novia y se me dio por devolverle el anillo de mierda, antes de que lo hiciera plata en serio. El vigilante nocturno que me vio tantas veces apretar con mi ex en la puerta, me reconoció de inmediato y me abrió. ¿Qué hacés, galán? Acá, de visita. Hacía mucho que no te veía. Y las cosas no fueron bien. Sí, lo supuse cuando Micaela lo trajo esa noche al morocho alto que a veces venía con ustedes dos. ¿Qué morocho alto? Ese, de las chombas rayadas, bastante fornido, que tiene una ceja sola. ¿El tano? Pero... ¡Claro! ¡Qué hijo de...! Y pensar que ahora se está tomando mi cerveza, el cretino... Uh, creo que metí la pata, dijo el vigilante. Despreocupate, nadie se entera que fuiste vos. Gracias por el dato. Bueno, subo. Sí, apurate, porque llegó hace un rato... de bailar. ¿De bailar? Pero si nunca le gustó ir a bailar...
Hacía meses que no subía por ese ascensor. Había olvidado lo lento que era. Y el tiempo que demoró fue suficiente para que me comiera la cabeza pensando en Micaela y el tano, el tano chupándose mi birra en mi casa, Micaela bailando, Micaela bailando reggaeton, Micaela bajándose una serie de shots de tequila, bailando con el tano, ella ebria, él mentiroso. Y yo como un boludo, yendo a darle el anillo de bijouterie que seguro le compró a un africano del Once, para salvar un honor que por más que fue cuestionado, siempre estuvo limpio, y no, como el de esa zorra, que ahora se le da por agarrarse a mis amigos y bailar cumbia y reggaeton.
¿Qué hacés acá, Felipe? Hola Micaela, hice hincapié en que le decía el nombre completo, como para que se diera cuenta que no estaba con buena onda. El babydoll que llevaba puesto me aflojó un poco el bajo vientre. Traté de focalizarme. ¿Puedo pasar? No, lo nuestro ya terminó. Un vecino pasado de rosca zigzagueó por el pasillo desde el ascensor hasta la puerta de su departamento, y al verla a Micaela, se detuvo y le murmuró un lascivo "hola bombón" que la hizo cambiar de opinión. Me agarró de la ropa, me metió adentro del departamento y cerró la puerta.
No tengo pensado estar mucho tiempo. Solo vine por un motivo, dije de modo contundente mientras hurgaba en mis bolsillos del jean buscando el anillo que ahora parecía haberse evaporado. ¿Qué motivo?, me preguntó cruzada de brazos. Noté un agujero en uno de los bolsillos de mi jean y todo el orgullo se me fue por ahí. De pronto me había convertido en un tarado en medio de la madrugada, visitando a una ex novia sin razón alguna, y al borde del papelón del siglo. Actué rápido, probablemente debido a que por la búsqueda en la que me había enfrascado, estaba bastante despierto. Necesito que me prestes una cerveza, dije. ¿Qué?, le costó entender la simpleza de mi pedido. Que vine porque me quedé sin birra en casa, estoy en una fiesta, en donde está entre otros tu nuevo amorcito, el tano, y nos quedamos sin cerveza. No lo vas a matar de sed a tu nuevo chongo, ¿no?
Confieso que se me escapó de bronca nomás. Lo venía masticando, y fue cuanto duró.
Mirá, no sé de dónde sacaste que yo estuve con él... empezó a decir, pero se frenó de golpe, como midiendo las incertidumbres que buscaba plantar en mi cabeza. No mientas, no pienso recriminarte nada. El boludo es él, que sabiendo que eras mi ex, estuvo con vos. Fue un momento de calentura, ¿ok? Ya está, ya fue. Ahora no quiero ni verlo. Es un imbécil tu amigo. Es más, vení, tomá, dale este osito grasa que me regaló y decile que se lo meta en el culo. De entre una montaña de ropa sacó un osito de peluche que sostenía un corazón que decía "I corazón YOU". ¿Te regaló un osito? Ah, pero qué patético. Y acá tenés su gorrita Nike también, que se la olvidó. Para que veas que yo devuelvo las cosas que la gente se olvida en mi casa en vez de venderla por unos pesos miserables. Si es por el anillo, Micaela, estás muy equivocada. Y sabés qué, tengo sueño, y ganas de que te vayas a la mierda, vos y los fantasmas de tus amigos, así que tomá, te regalo esta cerveza bien fría, me dijo abriendo la heladera de su cocina y sacando una negra, y andate, Felipe, no quiero verte más. Abrió la puerta y me empujó afuera, con el osito, la gorra Nike del tano y la cerveza stout de litro.
Al volver a escuchar la voz libidinosa del vecino, me cerró la puerta en la cara. Está fuerte la guacha, eh, me murmuró el tipo desde su puerta. Está loca, le respondí. Claro que sí, agregó abriendo los ojos dilatados en pleno goce mental.

En casa, el truco había terminado hacía rato. Y seguían tomando cerveza. El negro se me acercó y me dijo: ¿Dónde estabas? Como no te encontrábamos te sacamos un par de cervezas del freezer. Me sentí un imbécil por no haber revisado ahí dentro. Miré hacia el sofá, y lo encontré vacío.
El tano se me acercó a paso canchero y dijo: ¿Dónde andabas, fiera? Te perdiste la paliza que le dimos a estos dos. Aproveché para sacar de mi mochila y dejar sobre la mesa su gorrita Nike y el osito y le dije que Micaela le mandaba un beso. Me miró en silencio un instante, como queriendo medir lo que estaba ocurriendo, tomó la gorra, se la calzó, dio media vuelta y se fue sin decir una palabra. Varios más me saludaron y salieron. Chuco y el negro, con sus vistas de águila, vieron la stout en mi mochila y con un "permiso" se la llevaron a un rincón y la destaparon con un encendedor ya gastado de tanto abrir cervezas.
Junté un par de vasos de plástico desperdigados por la casa y los dejé en la cocina. Después me fui para mi cuarto y encontré a Eva leyendo un libro de Tintín tirada en la cama. Era Tintín y el cangrejo de las pinzas de oro.
Al verme se incorporó y me pidió disculpas por tocar mis cosas o algo así. Pensé que te habías ido, Ev. No, las chicas se iban a bailar, y yo no tenía ganas… y vine a buscar mi cartera y vi tu colección de Tintín. ¿Te gusta Tintín? Alguna vez vi los dibujitos en la tele, me contestó. Ah, sí, igual leerlo es mejor. Ese libro que elegiste es uno de mis favoritos. Ahí conoce al capitán Haddock. Sí, estaba justo en esa parte. Te lo presto, si querés, así lo lees tranquila, pero cuidámelo, ¡eh!
Nos reímos un rato. Le propuse acompañarla a su casa y aceptó. En el living solo había quedado la botella de stout vacía. En algún momento de la charla con Eva, los pocos que quedaban se habían ido. Sobre la mesa el osito de peluche que el Tano le había regalado a mi ex nos miraba a través de sus ojos de vidrio. Hubiese preferido que no estuviera ahí, pero ahí estaba. Y Eva lo vio, y me miró. Lo tomé del cogote, lo levanté y mirándolo a los ojos, le dije: Es demasiado tarde Teddy, y tomó mucha cerveza, vaya a dormir, pero antes le da un besito de buenas noches a Eva. Ella se rió, dejó que le diera el besito en la mejilla y lo apoyé en el sofá. Después le hice un gesto a Eva como para que no hiciéramos ruidos así dormía tranquilo y salimos.
En el camino hablamos de películas, comentamos sobre algunos colores del alba, de lo lindo que es caminar por la madrugada por la ciudad de Buenos Aires, cuando la calma lo domina todo, sin ruidos, sin gente, los cantos de algunos pajaritos, el ronroneo de algún motor lejano. Las diez últimas cuadras hasta su casa nos vieron pasear de la mano. Le di un beso junto a la puerta, y nos habremos dado vuelta una docena de veces postergando el adiós.

Caminé de regreso hacia mi casa y vi un kiosco de diarios abierto. Pedí un Página 12, y cuando quise pagar volví a enfrentarme con la billetera vacía. En lugar de billetes me encontré con el anillo de mi ex novia. Recordé que lo había puesto en la billetera cuando me lo rechazó Coco. Se lo extendí como forma de pago al canillita, que me miró con desconfianza. Tomó el anillo y lo miró con curioso detenimiento. Dice Micaela acá. Ah... mmm, sí, puede ser. El tipo se quedó unos instantes mirándome, y dijo como recordando: Mi sobrina se llama Micaela. Me dio el Página 12 y me tiró unos pesos de más. Enrollé el diario y lo llevé sin leer bajo el brazo hasta el almacén de Coco. Este me dio la bolsa de mi pedido, le pagué con la plata que hice con el anillo, le volví a dar las gracias por los consejos que me había dado y me volví para casa. Cuando llené el termo con agua caliente y abrí la alacena me acordé que no quedaba más yerba.

viernes, 30 de diciembre de 2011

De ausencias prolongadas, relatos en bisagra y renacimiento de blog

Esto no es un mea culpa ni nada que se le parezca. Quiero empezar dejando en claro que no me siento culpable de escribir, de escribir lento, cuando se me da la gana. No puedo garantizar continuidad. Por más que lo intente, no puedo. Y dado que esta página surgió en una primera instancia para mí, como contenedor de cuentos, como ventana al mundo de mis pensamientos, y sobre todo como evasión a un mundo complicado en el que me albergaba, con el correr del tiempo, se convirtió en una herramienta en desuso, no porque no necesitara expresarme más, sino porque comencé a investigar en nuevos medios, y la investigación consume tiempo e ideas. Así las cosas, confieso que no supe buscar un equilibrio, pero tampoco lo intenté.
Es cierto que el hecho de que dejara de publicar también vino a raíz de un redescubrimiento de la vida, del amor, del vivir, del arte. Es como si uno de improviso mira a un costado, y encuentra una punta de un hilo, y lo empieza a seguir, dejando de hacer lo que siempre hacía, y primero con esperanza, después con ciertos temores, avanza, en una oscuridad que empieza a clarear y finalmente, descubre con alegría junto a los colores del alba a Ariadna al final del laberinto.

Sé que a muchos les debo un final aún de un texto que momentáneamente puse en stand by, y que en algún momento estimo que volverá. Mientras tanto, la página sirve de vidriera de viejos relatos, la mayoría, sino todos, anteriores al viraje de una carrera a la otra, y por lo tanto un fin de una etapa que ha concluido.
Como les dije, la historia pendiente se terminará de escribir. Lo garantizo. Probablemente sentirá el rigor del tiempo y de los cambios de pensamiento y estética de quien la escribe, quien sin esperarlo creció junto a la obra inconclusa, pero quiero remarcar que no se trata de un capricho, sino de un deber, de una responsabilidad, de no volver sobre las huellas ya pisadas. En todo momento, igualmente buscaré la unidad, en esa tensión entre las reglas del mundo creado y mis intereses actuales que acompañan la obra. No prometo que lo que venga a continuación sea mejor o peor a lo ya escrito, es más tal vez, la continuación que un escritor decide hacer de una obra precedente que no le pertenecía más que como lector. Así es como me veo hoy frente a este relato en la bisagra.
Para finalizar quiero dejar toda la época literaria personal que antecede a este momento bajo el rótulo "escritos desde la inocencia". No por ser un ángel o un gurí, sino por la no conciencia semiótica o estructural al momento de escribir, por poseer dichos relatos una suerte de no-academicismo, un desconocimiento de las formas, sin perjuicio de los usos que de ellas se hacen. Es decir, alguien que no conoce un martillo, si se encuentra con uno, puede usarlo de todas maneras, ya sea como abridor de cervezas, o como arma de defensa frente a ataques o para clavar un clavo, hasta que un día se entere que en realidad fue pensado para clavar clavos, y entonces, uno lo guarda en un cajón y no lo usa más a menos que se dedique a la carpintería o a colgar algo en la pared. Por eso, esa época de la "inocencia" si bien no cumple ciertas expectativas, sirve para redescubrir los usos que se le pueden dar a ciertas herramientas desde la ignorancia de saber que la están usando, mal que le pese a ciertos pensadores críticos de blogs a los que les sacas el discurso de Heidegger y empiezan a hacer agua por varios flancos.
Es así que, a partir de esta fecha, finaliza el horario de "BASADO EN HECHOS IRREALES" y comienza "ES LA PURA VERDAD".
Bienvenidos.

Fernando
30/12/2011

sábado, 21 de febrero de 2009

La ventana indiscreta (o esa desgraciada manera de descubrir cómo el vecino no trabaja)

La primera vez que los vi, atacados por una epidemia de muecas de preocupación, sentí que aquella gente de la oficina vecina trabajaba en algún asunto más complejo del que los que habitualmente tenían a su cargo. Abstraídos, pensativos, flotando en una nebulosa colosal de incertidumbre, probablemente estuvieran buscando una solución a algún problema que hubiese llegado a sus manos o alguna cuestión similar.
Pese a la cantidad de trabajo que tenía acumulado sobre mi escritorio, había decidido tomarme un breve descanso de unos minutos para servirme un café bien cargado de la jarra de vidrio que reposaba junto a la ventana. Aproveché la circunstancia para abrirla y permitir que el aire circulara. En la otra punta del salón un gran ventanal que daba a la calle se encontraba a medio abrir y de ese modo soportábamos todos estoicamente el rigor del verano porteño. Es que nos habían cortado el aire acondicionado como quien corta una rodaja de manzana. Una falla en los circuitos, había dicho el intendente del edificio, y eso podía durar un par de días, con mala suerte una semana. Ya había pasado un mes y la solución seguía sin aparecer.
Pude notar que el calor también afectaba a los meditabundos vecinos, que del otro lado del tragaluz también habían abierto su ventana y se abanicaban con un bloc de hojas o alguna carpeta de tapa dura.
Qué cuestión de magnífico interés estarían resolviendo, me preguntaba intrigado.
No recuerdo si fue mientras volcaba la primera cucharada de azúcar o en la segunda cuando una mujer de la oficina vecina, dio un respingo en su asiento y casi como si se sintiera Arquímedes vociferando “Eureka”, exclamó:
-¡Ya sé!
Todos la miraron expectantes esperando no ya una explicación mundana sino una suerte de dictamen místico, como si algún dios le hubiese hablado al oído y le hubiera abierto los ojos a la sencillez. Yo, mientras revolvía, seguía atentamente la escena, cada vez más interesado.
-¡¡El unicornio!!
-Los unicornios no existen, Mabel… -fue la respuesta de uno de los muchachos que seguía con aspecto vacilante.
-Es el único animal que se me ocurre que pueda tener un cuerno en medio de la frente…
-El unicornio no existe, en serio te lo digo, Mabel…
-Pero si… hasta tienen una canción…
La miraron con reprobación, la cual aumentó considerablemente cuando empezó a cantar imitando la voz de Silvio Rodriguez: “Mi unicornio azul ayer se me perdiooooó.”
-Era la ballena narval… -dijo finalmente el que los tenía a todos expectantes.
-Pero salí de acá… -exclamó una de las muchachas que estaba a su lado.
-Aguante el unicornio, loco –agregó uno y todos rieron.
Me hallaba absorto. Lo que parecía un dificultoso caso en análisis no había sido más que un engaño. No recuerdo haberme quedado demasiado tiempo más junto a la ventana. Tal vez unos dos minutos con dieciséis segundos en los que vi como seguían todos reunidos y se hacían adivinanzas del estilo de las que aparecen en los caramelos Palitos de la Selva. “Cuadrúpedo de piel manchada, cuernos y cuello largo”. “Mamífero que se alimenta de hojas de bambú”. Etc.
En aquella ocasión, fue un despertar tal vez. Noté que desconocía cuál era el trabajo que realmente se realizaba en esa oficina e inmediatamente me propuse averiguarlo, asumiendo que no sería una tarea muy complicada, dado que alguien de los que trabajaba conmigo seguramente ya les habría preguntado, o se habría informado luego de sorprenderlos in fraganti como yo.
Pero, que tal si nunca habían tenido tiempo para algo distinto al trabajo y luego de un esfuerzo sobrehumano habían conseguido llegar a cero o disminuido enormemente el caudal de tareas pendientes, lo cual les daba un alivio que se manifestaba en un juego tonto para celebrar. Inmediatamente sentí el peso de advertir mi conducta prejuiciosa, el suponer que por haberlos encontrado una vez haciendo algo distinto a su trabajo, ello implicaba que eran unos vagos o algo similar. ¡Qué cruel inhumano detestable individuo había surgido de mi interior como un Mr. Hyde, adueñándose de mis pensamientos y generándome disgustos que no tenía por qué haber sentido! Si al fin de cuentas ni siquiera son parte de mi oficina. Claro que eran parte de la misma organización, pero si estaban ahí, seguramente por algo era. Y era claro que nadie está en una organización para tener la función de jugar adivinanzas. Su función sería seguramente de esas que desgarran las neuronas y después de un par de años tienen que encerrarlos en centros psiquiátricos porque sienten que son perseguidos por monstruos burocráticos de papel y carbonilla, con brazos de teclado, cables y dedos de chinches y ganchos.
Al mediodía, mientras le ponía mayonesa al sándwich que me había traído el chico del delivery, le pregunté a mis compañeros que también se aprestaban para almorzar, si sabían qué tareas realizaban los de la oficina vecina. Nadie supo contestar salvo uno, con años en la oficina, que me mencionó que, según tenía entendido, preparaban informes previos al dictado de resoluciones del consejo superior, es decir, opiniones que servían para tomar determinadas decisiones. Calculé que eran cargos relativamente importantes.
-Qué te creés. No por nada ellos ganan bastante más guita que nosotros.
-¿Y trabajan mucho?
-No tengo idea. Calculo que sí… aunque es cierto que varias veces los vi bastante relajados…
Un repentino presentimiento resurgió en mi mente, una idea atroz y casi inconcebible de que los vecinos en lugar de hacer el trabajo que les correspondía se dedicaban a perder el tiempo con sandeces, pero como por entonces ya estaba terminando mi sándwich y debía volver al trabajo todas esas ideas desaparecieron con la misma velocidad con la que habían aparecido.
A partir de entonces mi trabajo pasó a ser más meticuloso. Cada vez que me acercaba por alguna razón a la ventana echaba un profundo vistazo a la oficina vecina adoptando la actitud de un polizonte que persigue a una persona por mera portación de cara, dispuesto a descubrir el ansiado delito que le diera la razón.
Pero nada. El día pasó y las veces que me acerqué a la ventana tan disimuladamente como pude, que habrán sido unas cuarenta y ocho veces aproximadamente, los encontré siempre reunidos alrededor de una computadora, o leyendo en el escritorio que ocupaba el centro del salón de su oficina. En ningún momento pude oír lo que decían de modo que debí frenar mis impulsos por la presunción de inocencia.
Hasta que demuestre lo contrario, pensé maliciosamente.
Al día siguiente, al llegar puntual como acostumbro, me abalancé a la ventana. Las luces estaban prendidas, pero la oficina se encontraba deshabitada. Volví a la media hora, todo seguía igual. Acaso no trabajan esta gente hoy, me sonreí sintiendo una victoria entre mis manos. Recién a la media hora noté que la oficina se había llenado de manera repentina.
-Buena vida la de los vecinos –le dije al que me había dicho lo que alguna vez había oído respecto de lo que se hacía en aquella oficina.
-¿Por?
-Recién acaban de llegar…
-Ellos entran una hora más tarde que nosotros –mencionó casi sin prestarme atención.
Seguramente en mi rostro se debe haber notado una gran desilusión, pero nadie llegó a notarlo. Era extraño. Por un lado, deseaba estar en un error y que esa gente estuviera trabajando como nadie, pero por otra parte quería tener razón en mis suposiciones, lo cual hacía que me sintiera defraudado si notaba que estaban trabajando y cumpliendo sus horarios en buena ley. Advertía que el subjetivismo me estaba poseyendo, pero no hacía demasiado por alejarlo de mí, como si muy en lo profundo de mi ser tuviera la verdad absoluta e irrefutable de que aquella gente no trabajaba.
Ese día el aire estaba fresco en la oficina. El aire acondicionado había sido arreglado. Podría ser posible que tuviera tanta mala suerte, más de un mes rogando que arreglaran el bendito aire acondicionado y lo venían a reparar justo en ese momento, cuando necesitaba más que nunca poder escuchar lo que los vecinos podían decir. Y claro, como era de suponer, tanto nuestra ventana como la de los de al lado se encontraban cerradas, imposibilitando la indagación que estaba decidido a llevar adelante. De modo que me tuve que contentar con mirarlos y rogar verlos en una situación que me diera la razón, como ser que estuvieran jugando a la mancha o a las escondidas.
Traté de no pensar demasiado en el asunto. Además, el regreso del frescor en la sala consiguió que la comodidad de todos los que trabajábamos allí se traspasara al trabajo, lo cual se notó en la disminución de errores y en una mayor velocidad en las tareas, consiguiéndose poner al día cuestiones atrasadísimas.
Pero esto generó un mayor tiempo ocioso que el que días atrás habría podido tener, y mis ganas de develar el misterio de los vecinos, volvió al galope. Miré a cada rato a mis vecinos esperando el momento de encontrarlos jugando al truco en pleno salón. Pero no había manera, y todo lo que pudieran estar hablando se encontraba absolutamente protegido por esas paredes herméticas, infranqueables. Todo esto me condujo a que con el tiempo fuera cansándome y viera cada vez menos a través de la ventana hasta directamente evitarla en mis recorridos.

Tomar mate en la oficina es bueno dado que me mantiene despierto, me permite consumir los litros de agua diarios necesarios según los nutricionistas, me da pequeñas pausas que evitan un colapso cerebral, y en caso de notar que nada de lo que estoy haciendo me sale bien, me levanto, de mi asiento, tiro la yerba, cargo nuevamente el termo, preparo el mate y vuelvo a empezar.
Claro que todo lo que entra tiene que salir, y esto me condujo en una ocasión a descubrir un hecho nuevo que haría cambiar las percepciones que había tenido hasta el momento. Estaba alcanzando el baño de hombres urgido por las ganas de pesar un litro menos cuando me paré en seco al escuchar que los trabajadores de la oficina contigua hablaban y sus palabras desde ahí, desde la puerta del baño, se oían claras y precisas. Desde ya que las ganas de ir al baño desaparecieron inmediatamente.
-No, el actor que te digo no es el de Ghost, ese es Patrick Swaysze. Yo te hablo de Kurt Russell…
-¿Pero en donde trabajó?
-Si me acordara… ah… ya sé, en Stargate…
-Uh, pero la vi cuando era un pibe.
-A mi me gustó Ghost –se escuchó que se sobreponía la voz de una mujer-. Y la chica es hermosa. Demi Moore, ¿no?
-Pero no estoy hablando de Ghost…
-Igual Whoopy Goldberg es la mejor… y en la de las monjas, es genial…
-¡¡Ah, sí!! –Se agregaban nuevas voces.- ¿Y vieron Entre Tinieblas, de Almodóvar? Es sobre unas monjas que se drogan, son lesbianas, es muy divertida.
-Pero, se están yendo por las ramas… Yo quería decir otra cosa…
-Hace tiempo no veo una buena peli…
En ese momento salió del baño un compañero de la oficina que me encontró quieto, frente a la puerta del baño y, sorprendido, me preguntó:
-¿Te sentís bien?
-Eh, sí… -atiné a decir. Y acto seguido agregué:- Estaba escuchando a estos de acá adentro… están hablando de cualquier cosa…
-Ah, sí, un clásico… Esos tipos no laburan nunca.
Fue un detonante. Esas últimas palabras fueron suficientes para darle fuerza a mis pensamientos de horas antes y desatar en mi interior un deseo perverso de desenmascarar lo que consideraba la farsa del siglo, justo al lado de mi oficina. Desde entonces, no paré de ver que no estaba errado, de que probablemente lo hubiese advertido mucho tiempo atrás de manera inconsciente y recién ahora estaba registrándolo.
Comencé a reparar en detalles que me iban, de a poco, dando la razón, desde las charlas banales que oía cada vez que pasaba cerca de la oficina, a las verdades que siempre me había mostrado la ventana y que yo no había sabido interpretar. Una mujer que leía muy concentrada, en un momento determinado, se levantó y se dirigió a su compañera con la tapa del libro al descubierto. Cuál fue mi sorpresa al descubrir que estaba leyendo Horangel. También los veía hablar y a los pocos minutos sonreír con esa sonrisa propia de una persona sin preocupaciones, libre de culpas, esas sonrisas tan características de los que no tienen inquietudes ni desvelos.
Noté que definitivamente estaba en lo cierto. A lo que generalmente observaba se sumó la confesión de uno de los que trabajaba al lado, que compartiendo el espejo del baño en una ocasión, se expidió sobre la tranquilidad que los atosigaba. ¡Cómo si fuera un castigo!
Era un hecho. Esas personas no trabajaban, sólo asistían y cumplían con un horario. Nunca sabría si esas personas son vagas, creativas o trabajadoras, porque para eso se requiere que previamente trabajen. Y cuando el trabajo escasea, no hay clasificación que sirva. Me di cuenta entonces que todo lo que había hecho para alcanzar esta conclusión no servía para nada. Ellos seguirían en su aburrimiento de no hacer nada mientras yo seguiría en mi aburrimiento de hacer siempre lo mismo. Lo mío no había sido más que el resultado de un enojo, el de advertir que a mí me había tocado ser el que mirara al otro no hacer nada. Fue el día que arribé a esta sana opinión que, a través de la ventana, los encontré a todos sentados en ronda, mientras uno caminaba por fuera del círculo palpando las cabezas y repitiendo en cada tocada una palabra que si bien no alcanzaba a oír sabía era “pato” y que en cualquier momento la cambiaría por “ñato” y saldría corriendo despavorido.

domingo, 11 de enero de 2009

Conocer, buscar pasar desapercibido y hacer dedo a la peruana

En un hondo respiro de paz, camino por la libertad del silencio de un cerro peruano. Cada tanto cruzo en mi andar con miradas de sorpresa y de gracia de los habitantes al verme con sombrero de cuero de ala, con la cámara de fotos con la que pretendo retratar eso que ellos ven a diario, y de lo que no necesitan grabar por ninguno medio porque en sus retinas ya están impresas esas imágenes, esos paisajes, los rostros de la labor, de la fuerza de una pobreza que los vuelve cansados pero a la vez una intensa sensación de poder donde a veces pareciera imposible.
Alguien me grita "ey, gringo!", otros saludan con un "mister". Y entonces por un lado siento en mí una paradoja, ese placer de ser un desconocido, de moverme en la absoluta tranquilidad de hacer lo que se me dé la gana. Pero por otra parte, ese sufrimiento de sobresalir, de notarme aunque busque evitarlo. ¿Podría ser quizás una sombra? Realizar un interesante desafío a las leyes de lo cotidiano a fin de pasar desapercibido, sin sentir las miradas clavárseme como a cualquier extraño en un pueblo pequeño. Sin embargo, me tengo que contentar con seguir siendo yo, desconocido y llamativo a la vez, vagando en tierras vecinas, con un dulce grado de virginidad en sus majestuosos sitios aislados de toda clase de turistas. Ya no es andar por Cusco, ciudad hermosa, pero con tal cantidad de foráneos que afea en cierta medida la belleza de la ciudad.
Luego de conocer ruinas que muy pocos visitan, camino de regreso a la población vecina. Como la plata escasea, pienso que lo mejor sería hacer dedo si pasa alguna combi, o "van" como la llaman aquí. Efectivamente a lo lejos veo que se desplaza directo hacia mi una. Apresuro a acomodarme y hacer el gesto universal mientras grito "Pacucha!". Con esto no quiero significar que los mando a la cucha como si fueran un perro, sino si me podían alcanzar a la localidad de Pacucha, cuyo nombre recibe de la laguna que tiene a su lado. Gentilmente, la "van" para a unos 150 mts., lo que me obliga a emprender una corrida en la altura para alcanzarla antes de que cambie de parecer. Transportaban verduras. Un chico viajaba a mi lado custodiando los alimentos y mirándome con cara de desconfianza. Por mi parte, le sonrío al cruzar miradas, "total quizás se afloja", pienso. No ocurre en todo el trayecto. Finalmente, el hombre que manejaba me dice: "nosotros ahora tomamos para el otro lado". Eso significa que me tengo que bajar. Y así lo hago. Pero entonces, la mujer se me queda mirando extrañada cuando le digo: "Gracias!", y murmura algo así como: "Pasaje". Asumo que me quiere cobrar y entonces sigo haciéndome el tonto hasta que me dice: "un sol". "Carera", pienso, pero me la banco y garpo. Sé que no voy a poder hacer dedo en Perú sin correr el riesgo de tener que pagar de todos modos.

jueves, 4 de diciembre de 2008

La entrevista

Siente al instante que es el que sigue, pero no sabe si está preparado. Como queriendo prolongar los segundos que vienen a continuación prende un cigarrillo, pero lo deberá apagar al instante, porque efectivamente, como lo presintió, lo llaman.

Antes de ingresar se asegura de que su pelo no esté muy desprolijo, su ropa no esté arrugada y su bragueta no esté abierta. Mira sus zapatos y vuelve a tener la impresión de que tal vez no están lo suficientemente lustrados, lamentándose por enésima vez no haberles puesto pomada o al menos haberle pasado una franela o cepillo. De cualquier modo, se tranquiliza al pensar que no le van a negar el trabajo por los zapatos. Es la actitud la que tiene que sobresalir.

Abrocharse el saco es la cábala que usará para enfrentar lo que lo esté esperando en el interior de ese cuarto. Ya han pasado diez personas antes que él, y no ha tenido la ocasión de preguntarles qué tal era el asunto porque todos habían salido corriendo tapándose el rostro. Se comporta como un chiquilín, había pensado al ver el primer caso, al segundo había parado el oído. Al tercero ya estaba horrorizado y con ganas de salir corriendo también él.

Ahora, por el altoparlante, su nombre lo llamaba a enfrentar a los entrevistadores. El suspiro previo a entrar, ese último intento del cuerpo de hacer creer que no pasa nada, que ya está, que todo ya terminó, pero que en el fondo se sabe bien que el asunto recién empieza, y que aún hay mucho sudor por transpirar. La puerta se cierra a sus espaldas y ya se encuentra adentro del recinto.

Un salón rectangular, con una gran mesada al final y cinco individuos sentados en unos asientos de madera de respaldo elevado, con águilas y demonios tallados en sus contornos. Sus miradas son como golpes huecos. No puede verse nada a través de ellos, salvo vacío e incomprensión. En sus rostros sobresale la dureza del quebracho y la frialdad de los vientos matutinos del invierno. Hay hombres y mujeres, pero podrían ser todos de un mismo sexo, distinto al masculino y femenino, un tercer sexo alejado de cualquier parecido con estos conocidos.

Se acerca con respeto y espera a que alguien lo invite a sentarse, pero los cuerpos están inmóviles, expectantes, analizando cada resquicio de su alma que se escapa a través de sus movimientos, sus vestimentas, sus miradas o evasiones. Asume que no lo invitarán a sentarse, por lo que, previo murmurar la palabra “permiso”, se sienta.

-¿Está cansado? –pregunta de inmediato el que está sentado justo enfrente.

-No… -responde un poco abatido por la pregunta.

-¿Entonces por qué se sentó? –interroga el vecino inmediato de la derecha.

-Bueno… eh… porque… ejem… yo… disculpe, no sabía…

Se levanta como si tuviera un resorte en las nalgas.

-¿Ya se va? –interpela la de la punta de la izquierda.

-No… es que… como dijo… -A esta altura la confusión lo deja sin palabras.

-Siéntese entonces –le ordena el individuo sentado enfrente. Inmediatamente, sin girarse hacia los demás, menciona:- Cornetone, página tres, número de inscripto treinta y dos.

Los cinco miembros del “jurado” miran a la vez las planillas que tienen enfrente y escriben. Dos de la derecha se acercan entre sí y se dicen cosas al oído, mientras señalan los zapatos del entrevistado. El que escucha niega con la cabeza. Cornetone comienza a transpirar.

-¿Está recibido?

-Sí, de abogado.

-¿Quién le preguntó?

-Usted… -responde con asombro.

-No mienta, Cornetone. Yo no le pregunté de qué se recibió. No me haga decir cosas que no dije –exclama con una leve irritación en su voz el entrevistador del medio.

-No, es cierto, disculpe.

-Se contradice –murmura alguno de la derecha. De inmediato, todos anotan algo.

-Fue un mal entendido –trata de explicar.

-Usted es un mal entendido. Yo entendí perfectamente –afirma el que se encuentra más a la derecha.

-Yo también –agrega la de más a la izquierda.

-Generaliza –murmura alguno y todos a la vez hacen anotaciones.

-No, lo que pasa es que, generalmente, cuando…

-¿Qué hace en sus tiempos de ocio?

-Digamos que…

-Yo no dije nada –aclara el que está enfrente suyo.

-Yo tampoco –dice el que está sentado a su lado derecho.

-Diga usted, no nos involucre.

-En mis tiempos de ocio, leo…

-¿Alguien le preguntó el signo zodiacal? –Todos niegan con la cabeza.

-No, me refiero a que leo, de leer. También escucho música, voy al cine, hago deportes.

-Y ya que sacó el tema, ¿de qué signo zodiacal es?

-Ehmm…. No recuerdo muy bien… Tauro, creo.

-Pero si recién dijo que era de Leo –manifiesta con sorpresa la de más a la izquierda. Mira a sus compañeros entrevistadores buscando una explicación. Finalmente, retorna la mirada sobre el entrevistado.

-No, no… dije que leo.

-Por eso. No puede ser de Tauro y de Leo. Tiene que elegir uno.

-Pero el signo no se elige, es del día en que uno nace –responde comenzando a exasperarse. No sabe cómo hacer para que lo entiendan.

-¿Qué dice, Cornetone? Me está asustando. Uno elige el signo cuando nace. ¡Por eso uno elige cuándo nacer! ¡Por el signo zodiacal! –exclama el que está sentado enfrente suyo.

-Exacto. Es como elegir a un presidente, salvo porque a este último uno lo puede ver en la televisión, en cambio al signo zodiacal no –acota el de más a la derecha.

-¿Usted mira la televisión, Cornetone?

-Sí… miro televisión... pero…

-Sin ánimos de entrar en discusiones banales, y no obstante la cruda realidad de los límites residuales, que, y permítanme tomarme el atrevimiento de dar por establecido que la ignorancia social se contagia con una mala prensa, en lo que, bueno, estimo que ya saben, no es mi intención abrumar a quien defienda la idiosincrasia del partido opositor.

-¡Sí, completamente de acuerdo! –adhiere el de la izquierda.

-Sus palabras son mis palabras –dice la de más a la izquierda.

-Claro que sí. No por nada las gaviotas que se lanzan a volar hacia el mar regresan a tierra firme –acota el de más a la derecha, recibiendo como respuesta un cabeceo afirmativo del individuo enfrentado al entrevistado.

-Personalmente, si tuviera un estetoscopio me haría bombero. No así si tuviera manguera. Ahí no dudaría en hacerme médico.

-Pero qué sentido tiene que a la vaca lechera se la obligue a producir soja, si solo puede producir roast beef.

-A veces considero que es un claro ejemplo de lo que la brutalidad policial genera en las mentes débiles de cuerpos inflados por aparatos de gimnasio. Pero no quiero que piensen que opino que la televisión es un arma de doble filo. Sin ir más lejos, la vez pasada, mi hijo quedó electrocutado cuando pretendió golpear al vecino con el televisor.

-Televisores eran los de antes –agrega uno.

-Yo igual siempre dije que antes eran los de antes, en cambio, ahora… ahora es hoy. No habría que confundir el pasado de hoy con el presente de ayer. Correríamos un gran peligro sino.

-No entiendo de qué están hablando –logra decir Cornetone en el momento en que todos han quedado meditabundos.

Un silencio repentino invade el salón. Los cinco entrevistadores, que debatían olvidando la presencia del entrevistado, dejan de mirarse y guían su vista al pobre Cornetone, que a esta altura del partido no sabe si reír o llorar.

-¿Qué es lo que no entiende, Cornetone?

-¿Acaso no advierte que lo que discutimos es una cuestión de carácter existencial? –dice la de la izquierda

-No…, discúlpenme… solamente, decía que…

-Me agravia Ud., Cornetone –murmura con un dejo melodramático el entrevistador que está justo enfrente suyo.- ¿Por qué no habla claro con nosotros? No le pedimos que dibuje un pato bajo la lluvia para ver si le hace el paraguas. Consideramos que hablando se entiende la gente.

-Pero les juro sobre lo que más quiero que yo no pretendo…

-Vamos Cornetone, cómo se atreve a jurar por sobre lo que más quiere. Acaso no sabe que madre hay una sola. Y que fue la luz de sus ojos.

-Pero yo no dije que mi mamá… -responde angustiado.

-Ay, es terrible cuando un hijo abandona a una madre, y peor cuando por juramentos es capaz de aceptar que algo terrible le pase.

-¿No se da acaso cuenta la cantidad de disgustos que probablemente le ha ocasionado y ella no obstante siguió amándolo como a ninguno? ¿No le da vergüenza, acaso, no sentir piedad por esa mujer que lo dio todo por su bienestar personal, Cornetone?

-Disculpen, pero no entiendo cómo es que llegamos a este punto… -Está desesperado, la voz comienza a temblarle.

-¿Tiene problemas de memoria, Cornetone? Piense un segundo, vamos, piense, recuérdela. Es usted un mal hijo, Cornetone, abandonarla durante tantos años y recordarla cuando ya estaba bajo tierra.

-Esas lágrimas no alcanzan para pedir perdón. Ese es el llanto del heredero. El verdadero llanto es el que la acompaña en los dolores de la vida, y no cuando ya no está más.

-Pero si mi madre esta viva… vive en Lanús Este... ¿de qué me están hablando?

-De que es usted un amargado, un desagradecido que desconfía de los demás porque es un egoísta, porque cree que su vida es suya y de nadie más.

-El individualismo generó esta sociedad carnívora. Ahora cualquiera está al acecho. Uno ya no sabe si es víctima o victimario. Usted se hace el incomprendido, pero es el verdadero asesino. El cruel mentecato que roba los momentos dulces de la gente inocente.

-Pero yo soy un hombre bueno… solo quiero un puesto de trabajo.

-Hombre bueno las pelotas, Cornetone –brama el que está justo enfrente.-. Usted es un abobado necio sin sentido que sólo busca el daño de los seres queridos para lucrar con sus desgracias. Y lo que más le molesta es no darse cuenta de que tras el manto de oveja del rebaño es un reverendo lobo desgraciado que solo piensa en devorarlas a todas.

-Váyase, Cornetone. No queremos verlo más. No es que sea usted, somos nosotros. Necesitamos un tiempo para pensarlo. Haga de su vida un pito, o de su pito una vida. Conozca mujeres, juegue al fútbol con amigos, coma más asado y menos achuras para que no le suba el colesterol. Va a ver como con el tiempo todo se olvida, desde que es un mal hijo hasta que rechazó un trabajo por narcisista. El día que lo comprenda se acordará de nosotros y nos entenderá. Ahora no está lo suficientemente capacitado para desempeñarse labor alguna en nuestra organización, pero cuando decida regresar le abriremos los brazos cual hijo pródigo.

Cornetone llora. De angustia llora. De incomprensión. De ignorar acerca de lo que están hablando. De sentir que no lo entienden, que no lo dejan explicar lo que siente, lo que tiene para decir. No sabe cómo reaccionar. Las caras son de piedra, son herméticas. Siente que está solo, que no son hombres, que son bustos sin vida, y que nadie lo está viendo. La soledad se clava en su corazón. Necesita compañía, necesita una palabra dulce, aunque sea una. Y ahí no hay nadie que pueda dársela. Ese lugar es frío, es vacío, amargo, es ilógico, inexplicable. Necesita salir y lo hace. Sale. Corriendo sale, sin importarle que los demás lo vean salir así, corriendo, llorando, necesitando de una madre o un amigo o una novia a quien abrazar.

Los entrevistadores intercambian miradas, observan sus anotaciones.

-Cornetone puede andar. Es un poco previsible pero puede andar.

-Es que el hecho de que un libro que leíste no te haya gustado no quiere decir que el que leas a continuación te guste.

-Menos mal que todavía la gente se entiende.

-Menos mal.

lunes, 13 de octubre de 2008

El niño, el hombre y la baldosa

Las tropas avanzaban en línea recta, a paso firme y constante. Estaban conformadas por superhéroes, seres mitológicos de la traza de los elfos, animales de carga que llevaban las provisiones, dinosaurios que transportaban militares armados hasta los dientes, cazafantasmas, cazadores de vampiros, playmovils, tanques de rastis y cañones hechos con rollos de papel higiénico gastados. A la cabeza, el comandante que marchaba protegiendo a su tropa, chequeaba que en su camino no hubiese sorpresas de ningún tipo. Este caudillo de las fuerzas celestiales se llamaba Toby, y no era ni más ni menos que un niño de seis años que tenía un solo objetivo, hallar al ejército enemigo.
Según tenía entendido, esas huestes perversas estaban conformadas por villanos, orcos, asesinos, marines de los Estados Unidos, tiranosaurios rex debidamente entrenados para matar, un conjunto de alimañas populares del preescolar, monstruos de colección como Frankenstein, vampiros, fantasmas, hombres lobos, zombies, maestras gordas, viejas, solteronas y antipáticas, que no necesitaban de armas para atacar, alcanzándoles con su vozarrón cultivado a lo largo de décadas de enseñanza y su clásica birome roja, arma también conocida como la destructora de proyectos. Quien comandaba esas tropas no era ni más ni menos que el diablo, seguido de Fido, el rottweiler de su vecino.
Como decía, Toby guiaba a su sorprendente ejército con el único propósito de alcanzar al enemigo y vencerlo. No así su madre, que, cargada con las compras, solamente deseaba llegar pronto a su casa para descargar los kilos de verduras que venía arrastrando sin ayuda de nadie, salvo por el ramillete de perejil que muy gentilmente se había prestado a llevar su hijo y que lo utilizaba a modo de bastón de mando.
Dado que consideraba que a los costados el camino se hallaría minado, o plagado de trampas mortíferas, y siendo que su deber era no caer en ellas, para que el bien no quedase sin su jefe y se disolviera, Toby había optado por caminar únicamente por una línea de baldosas de la vereda por la que iba. Desde ya que no levantaba sus ojos del suelo, ya sea para evitar posibles trampas del enemigo o para esquivar algún que otro sorete de perro.
Fue seguramente el corto campo de visión que tenía que no pudo advertir con anticipación al hombre que venía por la misma línea de baldosas hacia él. De frente, y hablando con un compañero de trabajo, caminaba un tipo de cuarenta y pico de años, trajeado y bastante enfadado con su vida. Cargaba con fracasos y culpas, desdichas y desengaños. Enfrascado en su relato acerca de cómo había sido ignorado para un cargo superior, dándosele prioridad a un novato recién ingresado, también advirtió tarde que en la misma línea de baldosas Toby marchaba sin la menor intención de moverse a un costado.
Al quedar enfrentados, ambos pararon en seco, no así sus respectivas compañías que se evitaron y al darse cuenta de que caminaban solos, voltearon para ver qué ocurría. Detenidos en el tiempo y el espacio, se desafiaron con la mirada. Ambos estaban decididos a no salirse de su camino, uno por el deber de ser un comandante, el otro por un capricho. Ya había permitido ser pisoteado por su jefe, ofendido por la sociedad, molestado por la injusticia humana contra la que luchaba Toby y su ejército invencible invisible. Ahora, no permitiría que un chicuelo lo venciera y sometiera.
La actitud del otro sorprendió a ambos. El hombre del traje no podía creer la desfachatez de ese mocoso, que no había osado siquiera moverse una pizca de enfrente suyo, y hasta llegó a sentir que si cedía el paso, además cedería su honor. Para colmo, no dejaba de repicar en su cabeza que ese testarudo pequeñuelo, cuando creciera podría ser como su jefe. Toby, por su parte, no terminaba de comprender qué pretendía aquel hombre, no saliéndose del medio e impidiendo que él, junto a su tropa, pudiera seguir su camino rumbo a la victoria contra el mal.
-Permiso -dijo el hombre con una seriedad que hubiese endurecido una gelatina.
Toby miró hacia los costados, como dándole a entender que tenía el resto de la vereda para pasar, que no necesitaba pasar por donde él estaba, pero aquel individuo no dio el brazo a torcer. Es más, se cruzó de brazos y le dijo:
-¿Me podés dejar pasar, pibe?
La madre, cansada de cargar innecesariamente las bolsas ante lo que ella considerara se trataba de un capricho de su hijo, le regañó para que se apurara. Toby bajó la cabeza, se corrió a un costado y dejó pasar al sujeto. Inmediatamente vio como aquel hombre de traje, subido a una aplanadora, aplastaba a toda su hueste con una sonrisa diabólica dibujada en su rostro.
Caminó hacia su casa, tras su madre ya sin mirar las baldosas, y con el dolor de saber que vería para siempre las calles de su barrio y nada más.

domingo, 31 de agosto de 2008

Según pasan los años

Marta estaba terminando de pasar el plumero a los muebles del living cuando su amiga, Graciela, tocó el timbre. Hacía bastante tiempo que no se veían, y los años no se habían portado bastante bien con sus rostros pese a las cremas y demás cuidados dermatológicos. Sería difícil enfrentarse con esas evidencias del correr del tiempo en las caras, máxime teniendo en cuenta la cantidad de años que habían pasado desde la última vez que se habían visto.
El encuentro fue emotivo, lo suficiente como para dibujarse en sus caras una gran satisfacción, una alegría que las condujo a un fuerte abrazo. Comenzaron a ponerse al día mientras preparaban un té y abrían el paquete con masitas que Graciela aportara gentilmente a escondidas de su régimen estricto.
La conversación fue derivando de temas banales como ropa, lujos y dietas a temas más escabrosos como cuestiones de las vidas de cada una, hasta que finalmente la pregunta que en algún momento iba a aparecer salió a la luz.
-Marta, ¿qué pasó con Carlos al final? ¿Salieron?
-Jajajaja, qué memoria que tenés para esas cosas... No, no iba a pasar nada. Decidimos quedar como amigos, pero la verdad es que hace bastante que no hablamos.
-¿Decidieron? ¿En acuerdo conjunto? -Su voz fue lo suficientemente socarrona como para generar una cierta molestia en su amiga.
-Era eso o nada. Le dejé en claro que lo quería como amigo. Pero esto fue hace un montón, por lo menos hace quince o veinte años... mirá, si yo me casé hace dieciocho, tiene que haber pasado como veinte años...
-Nunca entendí por qué no probaste de salir con él. Tipo inteligente, gracioso, buen mozo, es buen mozo, no me pongas esa cara.
-Sí, sé que no es feo, pero no era mi tipo... Yo soy de preferirlos morochos y de espalda lisa y ancha.
-Me acuerdo que estaba perdidamente enamorado de vos -la cortó mientras alejaba la taza del platillo y se la llevaba a la boca-. Todavía me acuerdo esa pintura que hizo para vos. -La buscó colgada en alguna pared. No la encontró y supuso que sería ridículo que la tuviera colgada, al margen de la belleza de aquel cuadro.- Era muy sencillo y macanudo...
-Es que a veces, Gra, no alcanza con todo eso. Se necesita algo más, un toque mágico, esa química necesaria para que pueda pasar algo. Y con él no me pasaba. La pasaba re bien, y si a veces nos visita, que todavía cada tanto lo hace, pasamos buenos momentos, pero no podría pretender más que eso.
-Pero, ahora que mencionás lo de la química, entonces le diste una chance... ¿Alguna vez estuvieron juntos?
-Ya te dije que no, Gra. Sos dura, eh...
-Y entonces, ¿cómo estás tan segura de que no había química? La química la podés analizar si habiendo pasado un tiempo con él notaste que no te generaba la atracción de la que me hablás, pero así, sacado de la galera, suena como un argumento un tanto caprichoso.
-Bueno, entonces considerá que no quiero estar con él por capricho, y ya.
-No te enojés, querida, yo la verdad es que hablo también por ese sueño de conseguir a alguien así que me quiera de esa manera, que piense de ese modo en mí, que cada encuentro, cada salida, cada día de la convivencia sea un desafío para sorprenderme. En cambio, mirame, ya pasé los cincuenta, estoy en el ocaso de mi vida, sola, teniendo relaciones de semanas o peor, de una noche, sin un compañero de emociones, de planes, de las vivencias diarias. Te voy a confesar algo. ¿Te acordás de Luis?
-Luis... -Fingía hacer memoria. Lo recordaba claramente.- Luis... no... ahhhh, sí, ese que estaba enamorado de vos... pero hace muchísimo de eso...
-Sí, ese mismo. Hoy todavía me arrepiento haberle dicho que no. No era físicamente atractivo.
-En lo más mínimo.
-Y sin embargo, era un pan de dios, además de culto, y es más, era como un artista de las cosas ínfimas de lo cotidiano, dándole esos toques a la vida que muy pocos saben notar y disfrutar. Y yo todo eso lo dejé pasar, y por qué, porque no era tal vez tan lindo como yo hubiese querido. Pero fijate vos, no era deforme, tenía dos ojos, dos orejas, una boca, brazos y piernas, no era un tipo obeso ni un raquítico insulso... Y sin embargo, no supe ver más allá de la imagen, esa imagen que a la larga y por el paso del tiempo va a cambiar, del mismo modo que la nuestra. -Se quedó pensando y comenzó a reírse sola de la ocurrencia que acababa de tener. No tardó en comunicársela a su amiga.- Es gracioso, fijate que los bebés cuando nacen son todos muy parecidos, después se van a ir transformando en individualidades perfectamente identificables unos de otros, ahí es cuando nos ponemos exquisitas, y decimos "este sí, este no", y finalmente con la llegada de la vejez, todos se vuelven a parecer otra vez, como en sus inicios, y descubrís que generalmente son todos pelados, panzones, arrugados o todo encorvados. Si hubiese sabido apreciar esa belleza interna de Luis, ese esfuerzo que ponía en mí en todo momento, esa seguridad que me hubiese dado al saber que me sería fiel, y como te decía, ese esfuerzo, ese empeño que habría puesto cada día con el fin de enamorarme y sorprenderme, hoy las cosas serían tan distintas...
-Me parece que estás muy peleada con la vida. Relajate un poco. Estás pensando un ideal, algo utópico, que nunca pasó ni va a pasar.
-Me estoy yendo de este mundo sin haberle dado la chance de que me sorprendiera. Eso es lo que me molesta. Me negué en un capricho, en una suposición de que las cosas no funcionarían. Y a la vez me parece tan parecido a lo que te pasó a vos con Carlos que... no sé... Tal vez no hice bien al haberlo traído a colación... Al fin de cuentas, nuestros casos son casos distintos. Vos estás casada con alguien que seguramente cubrió tus expectativas, te hace feliz a diario y sentís esa química de la que me hablás y esa belleza que yo no supe apreciar en el tren que no quise tomar, el de Luis.
Marta no dijo nada. Terminó su masita en silencio, y tomó el último sorbo de su té. No estaba feliz, y se preguntaba para sus adentros para qué mierda la había invitado. Se dijo que ella estaba bien, que lo que le había pasado a su amiga no era su caso, como bien había podido apreciar ésta a último momento. Estaba cómoda, estaba bien con su marido. Lo quería. Se preguntó en su cabeza si lo amaba pero por alguna cuestión no pensó en la respuesta. Era evidente que debía amarlo porque sino no habría estado tanto tiempo junto a él ni le hubiese dado tantas oportunidades como las que le dio en los veinte años que vivieron de casados.
El silencio comenzó a incomodarlas, por lo que intercambiaron un par de frases sobre decoración, feng shui, y buenas y malas ondas en la casa como para poder romper el hielo que la pregunta inicial había traído al living de la casa. Y mientras Graciela, sutilmente comenzaba a levantarse con el objetivo de ir cerrando el encuentro, la puerta de la casa se abrió y entró Marcelo, el esposo de Marta. Efectivamente, tenía poco pelo, ya bastante grisáceo, panza de asado y cervezas y un cansancio en los ojos que demostraban que el tren de la vida sencillamente se lo había llevado puesto. Mecánicamente arrojó su sobretodo arriba de un sillón, repitió la acción con el maletín y estando a punto de sacarse los zapatos advirtió que había visitas.
-Hola -murmuró con cara de pocos amigos. Cuando vio el rostro de Graciela al darle un beso, un destello cruzó su mirada.
-Hola, ¿qué tal? Graciela.
Se quedaron en silencio mirándose. Intercambiando pensamientos que los dos supieron entender.
-Bueno, Martita -dijo un poco inquieta Graciela.- Yo me voy yendo. Fue un gusto verte de nuevo.
El beso de despedida no tuvo ni una pizca de la emoción que tuviera el abrazo del reencuentro. Y ya no había satisfacciones dibujadas en ninguna parte de sus rostros.
Graciela no supo si realmente actuó bien o si debió haberle hecho saber a su amiga que había visto a su marido de trampas un jueves a la noche en un boliche para adultos, y que había pasado una noche con él en un cuarto de hotel. Tal vez su amiga supiera que su marido le era infiel, o al menos lo supusiera, pero era la vida que ella había decidido elegir. Cada una a su manera habían tenido la opción de escoger, y lo que estaban viviendo a esa altura de sus respectivas vidas era el resultado de la elección. Ya las cosas no se podían cambiar, y si se podían, ya no tenían el mismo espíritu adolescente y aventurero de sus épocas de gloria.
Una vez fuera de la casa, Graciela se alejó caminando por calles oscuras rumbo a su departamento, silbando con cierta melancolía la melodía de "As time goes by".

domingo, 10 de agosto de 2008

La necesidad

Se sentó ante la mirada atenta de ella. Le llamó la atención que hubiese llegado tan temprano. Nunca llegaba temprano. Las copas sobre la mesa indicaban que estaba desde hacía rato sentada en esa silla. Ella, cruzada de piernas, jugueteaba con un cigarrillo apagado entre los dedos. Varias veces la había oído decir palabras horribles contra la ley que le prohibía fumar en los restaurantes.
Luego de acomodarse, levantó la vista para verla. Lo miraba. Fijamente lo miraba. Se sintió diminuto ante aquella imagen imponente, frente a sus ojos que se hundían en el oscuro abismo de su alma, en los labios carmesí ya desteñidos de besar las copas y hombres serios y poco románticos.
-¿No llegué tarde, no? -murmuró mientras acercaba su muñeca a la cara para ver la hora, fingiendo desconocerla.
-Sabés que no. Sos más puntual que un ferrocarril inglés -le respondió. Su aliento olía a whisky.
La miró con detenimiento. Su voz agresiva por la ebriedad, su cabello despeinado, sus ojos, único resquebrajamiento en la muralla infranqueable que había logrado construir para impedir que alguien pudiera acceder a su alma, tristes, y su silueta, no tan maravillosa como quizás lo había sido en otros tiempos, pero fascinante de todos modos. Cómo lo deslumbraba esa mujer, así imperfecta y todo, había sido el centro de su vida y sus preocupaciones los últimos años, desde el momento en que la había conocido, desde aquella vez que lo había contratado para fotografiar una infidelidad.
-No estás bien, ¿pasó algo?
-No me pasa nada.
-El lameculos te tiene podrida, ¿no? Yo te avisé.
-No lo llames así a Gastón. Además no tiene nada que ver con esto. No es como Victor.
-Nunca dije que lo fuera. Son dos gusanos, pero cada uno a su manera.
-¿Por qué te molesta tanto que salga con Gastón?
-Porque no es para vos. No estás bien con él. Desde que salís con ese tipo estás hecha una vieja chota y todo lo que tenías de juvenil, tu espíritu divertido y alegre, ahora está muerto, y necesitás divanes para consolarte por la pérdida. Antes, cuando eras libre, vivías a tu modo, sin oír comentarios ni aceptar limitaciones, y eras un gato salvaje que no le rendía cuentas a nadie. Ahora buscás felicidad en la mierda que elegiste y te estás dando cuenta, de a poco te estás dando cuenta, de que no hay felicidad, sólo mierda.
-¡Basta! ¡Callate, querés!
Él le hizo una seña al mozo y le pidió un fernet bien cargado. Quedaron en silencio, él mirándola, ella buscando explicaciones en su pollera que le permitieran refutar lo que acababa de oír.
-¿Para qué me llamaste?
-Quería verte. Hace mucho que no nos hablamos. Me sentía sola.
-¡Nos vimos el fin de semana pasado!
-Andate a cagar. -Él se levantó y comenzó a vestirse, mientras que ella, sin inmutarse, siguió todos sus actos con la mirada. Se puso el sobretodo y caminó hacia la puerta de la calle. Entonces, dándose cuenta de que realmente se iría del bar, lo corrió y lo tomó del brazo. Al verse frenado, la miró a la cara. No le dijo nada. Ella lo miró con sus ojos tristes, ajados por el error, por la negación, por el rechazo a oírse a ella misma por sobre los comentarios de los demás. Y él no requirió de muchos más reclamos. Se detestaba por amarla tanto, y sus represiones a sus sentimientos tenían límites. Los ojos de pena en su rostro de lágrimas invisibles le quitaban toda clase de autonomía. Él lo sabía, y sabía que ella también lo sabía. Y eso le molestaba. Lo peor de estar enamorado es el hecho de saber que uno es un prisionero voluntario. O peor aún, un prisionero que no lo detienen barras de acero, sino su misma mente.
-¿Querés que me siente? -Ella asintió.
-Hace mucho que no me hablás de vos.
-No tengo nada que contar. Y no me jacto de ello. Estoy solo y amargado.
-Eso me gusta. Hablar con vos me pone en mejor estado porque estás peor que yo.
-No sé si putearte o saltar sobre tu cogote.
-Me gustaría verte en mi cogote.
-No me desafíes.
-No tendrías huevos, corazón.
Alguien puso una moneda en la rockola y empezó a sonar un rock. Ella se levantó y lo empujó lejos de la mesa y empezó a bailarle. Si estaba seguro de algo era de su pésima forma de bailar. Ella, en cambio, qué manera de moverse, desplegaba su artillería de sensualidad y le daba colores a toda la vida gris de su compañero. Cómo la deseaba, así, desgastada por los años como estaba, no le importaba, de hecho, le gustaba más todavía. Lo apuró tomándolo de la mano. Quiso zafarse, pero no pudo. Lo tenía bien agarrado. Y le bailaba y jugaba con él.
Sonreía. Él se dio cuenta de ello. Era feliz, estaba contenta. Su sonrisa cínica brillaba hermosamente en sus labios, y sus ojos misteriosamente rejuvenecían a cada segundo que pasaba bajo las influencias del baile que desplegaba. Él arriesgó unos pasos imitando a los muchachos que bailaban a su lado. Pero se enredaba los pies con facilidad y tropezaba con habitualidad. A cada paso mal hecho ella reía más y más. Tal vez fue eso lo que lo envalentonó para, payaseando, acercarse más a ella. Acercaron sus rostros, y al momento en que avanzó, ella con delicadeza acomodó su mejilla y le dijo al oído:
-Sos el rincón de felicidad de mi alma. No quiero que me lo arrebate.
Bailotearon un poco más, ya cada vez con menos ganas e intensidad. Al poco tiempo estaban nuevamente en la mesa, mirándose.
-¿Por qué no puedo tener la posibilidad?
-Difícil de explicar.
-Creo que se acabó mi noche... tu papanatas anda dando vueltas cerca de la puerta.
Ella se dio vuelta y, al verlo fue hacia él, y lo besó en la boca. Él apuró el fernet, se puso el sobretodo y salió a la calle. Otra vez la había dejado jugar con él, y el resultado volvía a repetirse como en los últimos años. Si supiera todo el daño que causa, ¿lo seguiría haciendo? Por las dudas no se lo iba a decir. Al menos guardaba esperanzas, lo único que nunca nadie logró quitarle. Ni ella. Se fue a dormir pensando que la vida tiene muchas contradicciones pero que las aceptaría siempre y cuando ella lo siguiera necesitando.

martes, 5 de agosto de 2008

AVISO

ferchum.blogspot.com les informa que se está trabajando para normalizar el servicio.

viernes, 11 de julio de 2008

La televisión de nuestros pibes

Tal vez me esté volviendo loco, o viejo, pero preocupado seguro. Y la razón gira entorno a la fuente emisora de rayos catódicos, también conocida como televisor, y su influencia en los locos bajitos. Sí, ya sé que esto no es nuevo. Nunca lo fue. La génesis de este gran invento pasatista que tantas alegrías, tristezas, conocimientos y falsa información nos ha dado, trajo incorporada también la preocupación de los adultos respecto a cuántas horas diarias podían verse sin afectar la psiquis de quien recepta la luminosidad de su pantalla, y también cuáles son los principales síntomas patológicos que podrían producirse frente a un consumo exhorbitante y vicioso.

Fue así como a través de estudios científicos, diversos investigadores de áreas distintas, como la física, biología, psicología, medicina, sociología, filosofía, nutrición, marketing, etc., se embarcaron en una investigación sin precedentes con el fin de lograr ver los pros y contras de este aparato de consumo masivo. Se lo acusó de cancerígeno, de ocasionar ceguera, obesidad, idiotez, y hasta se llegó a determinar que determinados colores a una velocidad determinada podrían generar ataques de epilepsia. Estos estudios, falsos o no, no fueron oídos durante décadas. El volumen de la televisión era más elevado. De manera que la televisión siguió siendo un éxito y pareciera que hoy quien no tiene un televisor merece el repudio general de la sociedad toda.

Si vamos al caso, personalmente fui testigo de cómo la televisión marcaba un camino en mi vida, y me guiaba durante mi infancia hacia un mundo de fantasía del que aún hoy, lamentablemente sigo atrapado. Ya no sé si lo que recuerdo lo viví, lo soñé o lo vi en la televisión. De modo que sé en carne propia que todo planteo antitelevisión no es más que mera habladuría. No dejo de negar que el vicio que ha generado en la sociedad ha sido terriblemente desgraciado, puesto que debido a su existencia he crecido sin jugar al fútbol en el potrero, he tenido poca amistad barrial, y he leído menos de lo que quizás hubiese podido. Pero también considero maravilloso la cantidad de cosas que aprendí, de lugares que visité sin estar ahí, y los que pude imaginar, mezcla de distintos parajes exóticos que hoy en día no tengo la menor idea acerca de dónde quedan. Me sirvió también para maravillarme con mensajes que cultivaron mi forma de ser, me deleitaron con imágenes bellísimas, desde naturaleza y misterio hasta paisajes y erotismo. Me trasladaron el sentimiento de ver los colores de una casaca y cruzar los dedos bajo la mesa de un bar mientras la garganta en plena emoción vibrante gestaba el deseado grito de "GOL". La televisión, mal que les pese, fue la gran compañera del siglo XX, desplazando del trono al mejor amigo histórico del hombre, el perro, al que encerraron en el balcón para poder disfrutar de una peli tranquilos y obligándolo a comer dog chow, o bolitas de mierda para perro que vieron en algún comercial de la televisión.

Sin embargo, ahora la preocupación me acosa. Y es que noto que la nueva oleada de dibujos animados extranjeros que invaden canales como Nickelodeon, Cartoon Network, Cablin... están generando una pérdida de la cultura del país. A diario nos invaden frases como: "Debes morir, te he tirado mi misil pluriintergaláctico sónicoespacial que vence a tu dragón luminoso espontáneo", o peor aún, chicos que le dicen a sus madres por la calle: "Mami, mami, ¿me cómpras, cacahuates?". ¿En qué idioma habla esta gente pequeña? ¿Acaso estamos condenados a perder nuestros argentinismos a raíz de la creciente ola de español neutro en los primeros años de la personalidad de uno, y luego con la terrible mala calidad de los programas locales, que en lugar de culturalizar, desculturalizan? ¿Hasta qué punto debemos preocuparnos y hasta dónde no? Porque no tenemos niños compadritos por la calle que digan frases como: "Salí de la gayola y ahora ando en pleno metejón con una minusa que labura en el cafetín de los suburbios grises".
No creo que los chicos lleguen a hablar nunca de esa manera. De hecho, no sé cuantos de los que han leído este texto saben que quise decir en la última frase. No los culpo. Hay alguien que está intentando borrar nuestra cultura, nuestro arte, nuestra alma, y eso no deja de preocuparme.

sábado, 21 de junio de 2008

El día más corto del año

Sintió una punzada de frío en la pierna derecha, como si alguien acabase de clavarle una estalactita sin el menor remordimiento. Atinó a meter la pierna debajo de las frazadas y se acurrucó lo más que pudo como para compensar el calor perdido. Sintió que algo de luz había, pero el frío lo hizo remolonear en la cama unos segundos.
Cuando no le quedó otra alternativa que aventurarse fuera de la cama para poder deshacerse de ciertos líquidos renales, se emponchó con todo lo que encontró en la silla ubicada al lado de su cama y arrastró las pantuflas hasta la puerta del baño más distante de su habitación, el que tenía el calefactor eléctrico. Luego de prenderlo, y esperar que la atmósfera adquiriese una temperatura digna, hizo lo suyo.
Se miró en el espejo el pelo enmarañado, las lagañas en los ojos, los labios resecos por el frío y la piel de gallina en las pocas partes desnudas de su cuerpo, y tras asegurarse de que más allá de eso no había cambios que pudieran preocuparlo, como sí ocurriría si por ejemplo se descubriese convertido, sin explicación alguna, en un insecto, o peor aún, amaneciese con sesenta años de más, se lavó los dientes, se lavó la cara y salió del baño.
Notó inmediatamente que la luminosidad que había visto segundos atrás ya era apenas perceptible, y para cuando alcanzó el picaporte de la puerta de su habitación la luna ya reinaba en la oscuridad plena de la noche. Se desvistió lo más rápido que pudo y se acostó a dormir.
Se felicitó por la proeza. Acababa de sobrellevar el veintiuno de junio, el día más corto del año.

domingo, 25 de mayo de 2008

La cita

Se miró al espejo, y se imaginó sin ese incipiente bigote bajo la nariz. Tenía una barba de dos días que no le quedaba mal, pero esos pelos que crecían por encima de los labios, no eran muy atractivos. De hecho, eran espantosos, pensó. Arremetió con la gillete y se aseguró de que no se hubiera escapado ninguno al filo de su afeitadora. Se echó agua a la cara y sonrió ante el espejo.
Algo le molestó en su imagen. Se observó un largo rato, fijamente, analizando cada milímetro de su rostro, y entonces la vio. Casi imperceptible, apenas profunda pero ya existente, una arruga surcaba al costado de su ojo derecho. Había nacido un nuevo signo de vejez, una demostración del paso de los años. Al verla, se lamentó el tiempo que había perdido hasta la fecha, todas esas horas desperdiciadas, infructuosas, que había vivido en vano, en las que sólo se había dedicado a respirar, y nada más. Este va a ser el puntapié para un cambio, decidió mientras se peinaba el cabello con los dedos, toscamente, para que, estando desprolijo, al menos tuviera un poco de forma.
También se asomaron un par de canas, pero inmediatamente las ocultó, y se negó a admitir haberlas visto. Debe ser el reflejo de la luz, se dijo para sí, y pensó que tal vez tenía que darle una mejor luminosidad al baño.
Buscó su mejor remera y se la probó. No hizo falta que se mirase en el espejo para que se diera cuenta de que era horrible y no era de su estilo. Era una remera de las buenas, esas que cuestan una fortuna, pero había sido un regalo, y si bien fingió sorpresa y emoción por lo recibido, su inconsciente fue preciso en su sentencia, esa remera era una bosta.
El vestirse es mostrarse al mundo tal cual uno es. Es enseñarle a la gente el modo en que uno se va a comportar, el modo en que actuará, impregnado a la vez del arte absolutamente personal, es decir, lo que cada uno acepta como arte. Es el tipo de vestimenta y la combinación de sus colores y figuras, el collage artístico tal vez más adecuado para saber qué preponderará en la forma de pensar del individuo, o sea, si va a preferir el precio por sobre los colores, o los colores por sobre la calidad, o la comodidad por sobre todo lo demás.
Él se había dispuesto vestir bien para la ocasión, pero de ningún modo iba a aceptar verse distinto a lo que él era. No permitiría que lo “fashion” se entrometiera en su mundo, y lo dominara. Acomodó sus chombas en la cama, analizó cuál estaba más planchada (o menos arrugada), cual tenía el cuello menos flaqueado, qué color era más combinable con el jean que se había puesto, y cuál más llamativo, sin llegar a ser un semáforo.
Era una ocasión muy especial, y por lo tanto, se iba a lucir. Afortunadamente, no tenía un voluminoso armario con prendas de todo tipo y color. Su ropa, con suerte, alcanzaba a cubrir dos cajones de una cómoda vieja, heredada de su abuela.
Se arrojó encima buena dosis de desodorante, bajo sus axilas, en el pecho, y tímidamente en sus genitales. No dejó de ruborizarse por ello, y sintió que debía recibir una palmadita en la cabeza y oír una voz que le dijera “niño travieso, ¡en qué andarás pensando!”. Buscó dentro del cajón de los calzoncillos y las medias el perfume que todavía guardaba dentro de su caja. Sentía fascinación por ese aroma, además de que le daba coraje, y lo hacía sentirse un tipo seguro, vigoroso, un macho cabrío que dejaba un halo de testosterona y feromonas por donde caminara. Lo usaba relativamente poco, como para no acostumbrarse a su aroma y que, por lo rutinario, perdiera su magia, su esencia, ese potencial que le inflaba el alma.
Antes de salir, controló que tuviera todo encima: llaves, billetera con dinero, pastillas mentoladas, celular, y sólo por las dudas, por si daba la ocasión, profilácticos. Hubiese deseado llevar seguridad, fe y humor, pero acostumbraban perderse con facilidad antes de salir, y no había manera de encontrarlos, así revolviera toda la casa.
Cinco minutos de la hora señalada, y todavía no había noticias de la muchacha. Empezaba a impacientarse. Quizás se retrasó un poco, o el colectivo tardó en llegar. ¿Y si entendió mal respecto de la esquina en que debían encontrarse? Habían sido claros, pero en una de esas, confundió la hora. Podía llamarla al celular, para asegurarse, pero sería demostrativo de desesperación, y si había algo que no quería exhibir era justamente eso. Tal vez, un mensaje de texto sería mejor. Un comentario con el que no se sientiera presionada, y él pudiera fingir desinterés respecto de la hora en la que ella pudiera llegar.
Nada de eso fue necesario. A la distancia, la vio caminando hacia él. Se la veía con un paso tan sereno, tan seguro, que no pudo dejar de sentir envidia. Él, en la misma circunstancia, habría llegado atropelladamente, disculpándose por los cinco minutos que la habría hecho esperar, agitado y emocionado como perro que ladea el rabo de alegría.
Ella le dio un beso frío, seco, más amargo que un mate, y le preguntó adónde irían a cenar. La cosa había arrancado difícil para el muchacho. Ella acababa de pisar el campo y ya había marcado un gol de visitante, y lo peor, valía doble. No tenía idea de cómo hacer para remontarla.
La llevó a un restaurante de comida étnica. Comida hindú, le había dicho sonriente. Quería algo original, buscaba sorprenderla. Si bien no dijo nada, fue apenas visible un levantamiento del lado izquierdo del labio, cual gesto de repugnancia. Él fingió no verlo. La tomó de la mano y caminaron media cuadra hasta el lugar.
Se sentaron en unas sillas pequeñas, con una mesa baja entremedio de ambos. Ella le hizo notar que llevaba pollera, y que hubiese sido bueno saber que iban a ser tan bajas las sillas. Él no pudo más que ruborizarse, pedir disculpas y admitir que no tenía idea del detalle.
Cenaron casi en silencio. En determinadas ocasiones, él buscaba tema de conversación, pero no lograba hacerla durar más que un par de segundos. Se lamentaba no tener el repertorio que tenía un amigo suyo, que era capaz de hablar durante toda una noche sin parar, y el oyente no parar de reír o sonreír. Él era su opuesto, no solo no encontraba tema de conversación sino que aburría. Y cómo combatir eso, innato en cada uno, cuando siquiera hay un mínimo de ayuda del interlocutor.
-Daniel -dijo ella con sequedad, y el hecho de que dijera su nombre completo fue tremendo para él. Si lo hubiese pisado un tren, hubiese sido, sin duda, menos doloroso.- Quería decirte que me caes bien, y me parecés un pibe inteligente y macanudo. -Él le sonrió, pero que mencionara tantas virtudes así porque si, no era bueno. Seguramente vendría a continuación el meollo del asunto.- Pero… -Y ahí se venía la proposición coordinada adversativa que planteaba el inconveniente.- la verdad es que no te estuve hablando estas últimas semanas porque volví a hablar con mi ex.
Sintió que Khali salía del cuadro que colgaba detrás de ella, y se abalanzaba hacia él, incrustándole los dedos en el pecho y arrancándole el corazón.
-Pero, ¿cómo? ¿No me habías dicho que había terminado todo mal con él?
-Sí, bueno, pero me llamó y me pidió que nos viéramos… No sé, siento que quiero darle una oportunidad.
No dijo nada más. Él tampoco. Tenía mucho para decir, pero sabía que no había oídos que lo pudieran oír. Cuando la decisión está tomada, no hay manera de cambiar las cosas. De hecho, esa conversación, esa cena, todo, ya estaba escrito que sería así. Nunca le dio la posibilidad de cambiar las cosas. Ella sabía que no pasaría nada esa noche, y jugó con eso, con la tranquilidad a su favor, el control absoluto de la situación. Él, en cambio, no había advertido un posible factor sorpresa, y ese encuentro frío y ese diálogo corto equivalían a un tremendo baldazo de agua fría con una voz que murmuraba a sus oídos: “A ver si te despertás, infeliz, y te das cuenta de una vez por todas que no tenés manera de enamorar a nadie. No tiene nada que ver la imagen o la inteligencia. Es todo una cuestión de piel, de actitud. El amor no se construye, ya viene ínsito en la persona a la que se va a amar. Y vos, monstruo, no tenés actitud, ni piel, ni nada. Date cuenta que esto fue un sueño. Despertate de una buena vez y hacé algo más productivo que seguir intentando en lo que no tiene sentido.”
Pagó la cuenta, salió del restaurante, dejándola en la mesa con un “perdón” en la boca, que ella nunca se atrevió a decir, para no confundir las cosas. Él prefirió volver a su casa caminando. Quizás refrescara y lo agarrara la noche desabrigado, y con mucha suerte, se podría ligar una pulmonía y morirse. Lloró en silencio, a raudales, pero con lágrimas ocultas que se deslizaban por detrás de sus ojos, para que aquel que lo viera no lo advirtiera. Se desmoronaba toda esa construcción de alegría, preocupación por la imagen y por una linda sorpresa por ofrecer, las cábalas, el perfume y las ropas.
Sin ganas de hablar, ni de hacer absolutamente nada, llegó a su casa, y se acostó tal como estaba vestido. Esa noche no tuvo sueños. Las lágrimas mojaron la almohada.
Aunque él no lo advirtió en ese momento, una nueva arruga aparecía en su rostro.