miércoles, 2 de enero de 2008

EL GOL DE MI VIDA

Siempre fui un gran patadura en el fútbol, pero que, a diferencia de aquellas personas que han directamente llevado una vida de frustración hacia el deporte en general, yo no fui un hueso tan duro de roer, y pese a saber mi condición de bestia animal desconocedor absoluto de los famosos pases elegantes, las paredes, y el fútbol con clase, me mantuve siempre presente en las canchas y no sólo eso, sino que hasta llegué al extremo de sentir orgullo por mi juego tosco y primitivo.

Imagínese que, si ya de por sí era odiado por los jugadores con los que compartía el encuentro, sobre todo los de mi bando, al hacer una mueca jocosa o inclusive triunfante, al tirar al lateral una pelota que me había quedado picando para rematar a un arco sin arquero, eso era directamente una declaración de guerra para el capitán del equipo. Fueron varias las veces que tuvieron que agarrar entre varios al capitán para que no me descuartizara en plena plaza, mientras yo, con toda tranquilidad, lustraba mi botín derecho con la manga de mi casaca y no paraba de sonreírle después de alguna brutalidad típica.

Sí, jugábamos en la plaza, entre las hamacas para chicos y los asientos con mesadas de ajedrez para los ancianos. Es que lo mío fue el amateurismo. Y si bien siempre fui un gran cara rota, el profesionalismo no era para mí. El hecho de saber que era un pésimo jugador, me llevó a que sólo me probase en uno o dos, o tal vez cinco, clubes distintos (profesionales y de barrio). Y aprendí a no seguir insistiendo demasiado ante las constantes negativas. Todas las veces que fui a demostrar mis habilidades en las inferiores sentía la misma adrenalina que se siente al ir a una entrevista de trabajo, o a la casa de la novia a conocer a los padres, o al momento de elegir dos sabores distintos de helado ante la mirada inquisitiva del señor heladero. Uno se siente un poco intimidado por la magnitud de esta clase de eventos, y quizás pierde un poco de nivel. Pero por esa época yo todavía no perdía la fe de que alguien notaría detrás del manojo de nervios que corría incansablemente los primeros cinco minutos atrás de la pelota y que después se apoyaba en el poste del arco a hacerle compañía al arquero del equipo, ese diamante sin pulir con habilidades ocultas. Yo sabía que con una buena enseñanza, y unos retoques de mi técnica alcanzaría el nivel de un profesional del balón, y hasta tranquilamente podía cotizar más alto que The Coca-Cola Company. No sabía cuándo afloraría ese buen fútbol en mí, pero sabía que lo llevaba en los genes.

Desafortunadamente siempre faltó esa persona arriesgada y con fe ciega que viera en mí una revelación. De hecho, hubo varios clubes que hasta tuvieron el descaro de devolverme el dinero del colectivo en el que había ido, por lástima. Desde ya que no lo rechacé.

En fin, fue así como quedé rezagado en el amateurismo, en los partidos que se armaban en la plaza que estaba a dos cuadras de mi casa. Éramos una banda de alrededor de diez u once pibes. Si llegábamos al impar se elegía un árbitro. Generalmente en esos casos, por decisión unánime era elegido yo para arbitrar el encuentro. De modo que mi potencial futbolístico quedaba reducido a los días en que éramos pares.

Antes de comenzar el encuentro siempre los dos capitanes, es decir los que mejor la movían de todo el grupo, el tano Pulenti y el negro Ramos, hacían pan y queso, y elegían primero a sus escoltas del día a día, y después iban seleccionando del montón en base a habilidades y a la estrategia de juego que tuviesen en mente. Obviamente yo siempre era el último o antepenúltimo en ser elegido. Junto a mí permanecía el gordo Domínguez, un muchachito de manteca con cara achanchada y cuerpo hinchado que generalmente venía a los encuentros con el alfajor y la cindor de la merienda en el bolsillo. Y como siempre era elegido para atajar, mientras no había riesgos en su portería se mandaba la merienda. Unas cuantas veces vimos cómo se le atoraba el Jorgito en la garganta del julepe que se agarraba cuando, de repente, veía como un contragolpe inesperado lo dejaba frente a dos o tres atacantes del equipo rival.

A mí casi siempre me tocó jugar en el equipo contrario a Domínguez, pero alguna que otra vez compartimos equipo, y luego del fracaso rotundo de dicha dupla se llegó a la conclusión de que quedaba terminantemente prohibido para los partidos de la posteridad repetir el experimento. Eso dijeron, la experiencia demostró que la gente se olvida de las promesas. Lo cierto es que nos convertimos en eternos rivales. Algunos jugadores que estaban enfrente podían quizás al poco tiempo estar de mi lado, pero él no. Y eso nos distanció mucho. Yo no me tragaba que él merendara mientras yo recibía quejas por mi juego, y lo peor, es que al final era él el del equipo que siempre ganaba.

Es que el tano Pulenti por alguna razón lo elegía siempre a él en el pan y queso, cuando sólo quedábamos nosotros dos. Era un jugadorazo, de lo mejorcito del barrio. Tenía una gambeta fenomenal, hacía pases magistrales que conseguían que la pelota durmiera sola al caer contra el piso, casi como pidiéndole al jugador que recibía el pase que tuviera el honor de acompañar a aquella dama a la red rival. Esas cualidades, esa dirección del equipo tan prolija, tan clara, convertía a su equipo, jugase quien jugase en un orden armonioso y estable, que siempre terminaba ganando. Esto no le agradaba para nada al negro Ramos, que también era un muy buen jugador, pero era más individualista, más de elegir buenos jugadores y que se las arreglen. Ya no era él un cómplice del juego en equipo, sino que imprimía un estilo más caótico. “El que le saca la pelota al rival, decide”, se había vuelto su lema. Él era mi capitán. Detestable, irritante, sólo buscaba competir y no tanto pasar un buen rato. Y eso lo diferenciaba y mucho de la tranquilidad y seriedad que tenía Pulenti. En pocas palabras, nuestro equipo era un caos absoluto. El negro terminaba sin voz al final de cada encuentro debido a la manera en que gritaba, puteaba contra todo el equipo y por lo general, cinco minutos antes de que se pusiera el sol y ya no viéramos nada, se las tomaba. Se calzaba la camperita deportiva que siempre traía, y se rajaba. De los dos, no cabía duda que yo admiraba de sobremanera al tano, pero el sentimiento desafortunadamente no era recíproco y nunca tenía la chance de encontrarme bajo su ala.

Pero un día, las cosas se volvieron inesperadas. Fue algo grandioso, casi de película. Quedábamos el gordo Domínguez, el ruso Millstein y yo. Pulenti tenía la decisión en su poder, y se lo notaba meditabundo, como buen estratega, analizando el paso a realizar, tratando de descubrir los riesgos y las ventajas de cada uno. Miró furtivamente a la gente que lo rodeaba, y luego de una pausa extendió su largo y flaco dedo índice y me señaló. El corazón se me salía del pecho, todas mis piernas sintieron una energía positiva que me hacían saltar sin parar.

- No te vayas a cansar antes de que empecemos a jugar saltando tanto… -me murmuró Pulenti. Dejé de saltar de inmediato. Sentía una emoción muy fuerte, y también mucho respeto y admiración. Además, existía la gran posibilidad de que ganara mi primer partido desde que comencé a frecuentar la plaza –unos tres años atrás- y eso me emocionaba. Por otra parte, pensé que ya era momento de que floreciera mi magia y causara sensación, de modo que Pulenti no se sintiese defraudado y me eligiera a mí en lo sucesivo.

No sabría decir si fue por mí, o por la lluvia que comenzó a caer cuando íbamos diez minutos del encuentro, o por una tranquilidad mayor en el negro Ramos al saber que yo no iba a estar interfiriendo en sus planes, pero lo cierto es que el partido no fue pan comido, y si bien casi siempre estuvimos dominando las situaciones, una serie de contragolpes condujeron a que nos igualaran en el marcador.

Advertí que la cara del tano se transformaba un poco, y si bien se mantenía recto, comencé a verlo distinto, más nervioso, como conteniendo el grito. Se llevaba la mano a la cabeza muy seguido, y murmuraba cosas que no llegaba a oír. Recuerdo que me dio un pase magistral que me dejó solo frente al arco, y el arquero salió a tapar, quise hacerle sombrerito, pero con tanta mala suerte que la pelota subió por encima del arquero, por encima del arco, por encima de los juegos para niños y se incrustó entre dos ramas de un árbol, llevándonos diez minutos recuperarla para poder seguir. Y él se me acercó y apretándome el hombro con su mano, me dijo: “Tranquilo, tenés pasta, sólo que estás un poco nervioso”. Pero la verdad es que se le notaba en los ojos que si podía me quebraba el cuello en el acto.

Estaba jugando muy mal, peor que nunca. El juego en equipo que planteaba Pulenti indefectiblemente conducía a que todos jugáramos, y eso me obligaba a participar más en las jugadas, y cada vez que tocaba el balón equivalía a una desgracia. Y encima ya faltaba tan poco tiempo, y por primera vez desde que yo asistía a los encuentros, el partido iba a terminar empatado. El negro Ramos estaba que destilaba felicidad, no había gritado más que palabras de aliento para su equipo, era otra persona realmente. Ni una queja hizo en todo el partido. Y eso que llovía, y él detestaba embarrarse. Pero esa vez no le importaba nada. Era un hombre feliz.

Por una cuestión de poca luz, se decidió que jugaríamos un minuto más, y yo sentí que mi actuación había sido más que mediocre, había sido absolutamente lamentable, pésima, un horror. Me veía como parte de ese barro molesto que solo complicaba las cosas, que entorpecía en lugar de no ser siquiera útil. Para colmo a esa altura, ya habían pasado unos cuantos minutos en los que mis mismos compañeros, por una cuestión de prevención, habían preferido no pasarme la pelota, y era evidente que si no era por mí, ya no tocaría el balón hasta el siguiente encuentro, si es que no éramos impares y me mandaban de árbitro.

Fue justamente, mientras me encontraba envuelto en estos pensamientos, que me vi parte de una gran maraña de piernas y la pelota que iba y venía y de repente ocurrió el milagro. La bola tocó mi botín, como escogiéndolo, casi como diciéndole “quiero que seas vos quien me acompañe a la red”, y sentí en un abrir y cerrar de ojos que entendía en ese instante adrenalínico, el sentido del fútbol. Acaricié el balón con el empeine y logré evadir a aquellos pies alocados que, al advertir la ausencia del esférico frenaron en seco. Por un instante hubo un congelamiento de acciones. Noté cómo todos se movían en cámara lenta a mi alrededor. Los de mi equipo miraban temerosos de que perdiera la última chance de ganar el encuentro, los rivales dudaban si quitarme el balón o dejar que yo me hundiera solo en el fracaso y la perdiera en algún tropezón. No dudé un solo instante en lucirme. Decidí que iba a ser un éxito o un fracaso, pero iba a ser algo.

Empecé a correr, no sabía que haría pero correría, la pelota me seguía, se entendía con mi pie, y casi nunca me la olvidaba. Todo era gris oscuro, y la lluvia no me importaba. Vi unos espacios entre piernas defensoras, gambeteé un par, luego otro, me sentía endiablado, como si hubiese sido poseído por el espíritu de un gran jugador. Noté que no me costaría llegar al arco porque había poca defensa, y ya nadie bajaba. Si me apuraba podría tener un mano a mano con el arquero y remediar los errores que había cometido hasta el momento. Oí voces en el aire, las sentía como distorsionadas por la cámara lenta en la que sentía al resto de los jugadores. Alguien intentó quitarme la pelota, pero la pisé, lo hice seguir de largo y retomé para el lado contrario, haciéndolo un nudo en plena cancha. Y el arco ya estaba ahí. Lo sentía, vibraba el aire. Las gotas de la lluvia habían quedado congeladas a mi alrededor, en un segundo interminable en el que yo sabía que acababa de llegar a la posición necesaria para patear, a mis espaldas todos los defensores como alambres caídos se debían sentir como los ingleses en el gol de Maradona. Y yo ahí me encontraba, en plena posición. El arquero, mi enemigo de siempre, el gordo come-meriendas Domínguez, estaba con los ojos desorbitados, en la duda existencial de si salir a achicar o no. Vi a su costado los restos de su comida, un envoltorio de Guaymallén con relleno de fruta y un cartón de chocolatada Cindor vacío. Una sonrisa maligna se adueñó de mis labios y sin pensar demasiado la toqué suavemente hacia el poste derecho. El gordo arquero intentó arrojarse a atajarla, pero estimo que lo hizo para la foto. La pelota pasó bajo su panza y mi boca se llenó del grito de gloria más gritado en el último siglo: GOOOOL!

Sin lugar a dudas, era el gol de mi vida. Nunca antes había metido un gol así, creado, continuado y terminado todo por mí. De los pocos que hice, la mayoría habían sido de rebote, o por pura suerte, cuando de golpe me pegaba en la rodilla y se metía, o incluso aquella vez en que pateé con tanta fuerza que la pelota se estrelló contra el travesaño y al caer golpeó la espalda del arquero y se metió adentro. Pero esta vez yo había tenido el dominio de la situación. Había manejado la totalidad de la jugada y había definido con una magia especial, que no era mía. Finalmente sentí que había aflorado ese buen fútbol que yo sentía que existía en mi interior, que portaba en mis genes.

Seguí con el impulso del disparo perfecto, y tomé la pelota antes de que alcanzara los bancos de ancianos. Y fue entonces cuando algo me hizo ruido en la cabeza, la ubicación geográfica en la que me encontraba, el gordo Domínguez, caído en el suelo, como un lechón sacrificado para nochebuena. Luego de que Pulenti me eligiera para que tuviera el honor de estar en su equipo, quedaban para ser elegido el ruso Millstein y el gordo. Y si bien no vi el momento en que se terminó la selección, lo cierto es que no cabía duda alguna de que el negro Ramos había jugado con Millstein.

Nunca lo había visto a Pulenti llorar como aquella vez. Caído en el piso, con el alma derrotada. Tampoco había visto nunca tan feliz y rebosante al negro Ramos y su equipo, que no paraban de reír y festejar. Y veía los ojos de furia que se clavaban en mí, y los de pena que me llegaban de otro lado, y las risas y los dedos índices que me apuntaban cual mero objeto de burla.

Fui a donde se encontraba Pulenti, quise disculparme, y explicarle que la costumbre era que jugáramos el gordo Domínguez y yo en equipos distintos, y que además había sido partícipe de una acción confusa que me mareó un poco, y que al fin de cuentas era solo un partido el que había perdido.

Mientras escapaba de los piedrazos que en plena persecución el tano me arrojó, sentí que realmente el negro no era tan mal tipo al fin de cuentas, y que quizás había idealizado un poco a Pulenti, ese tano mafioso que sólo pensaba en ganar. Al fin de cuentas, siempre había jugado con el negro Ramos, y mi corazón estaba inclinado hacia ese equipo, además de que el gordo Domínguez era mi eterno rival, y no me bancaba ni un poco que comiera tantos alfajores y tomara tanta chocolatada.

Nunca más volví a esa placita a jugar al fútbol, en parte porque consideré que ya era hora de conocer otras plazas, pero también un poco por vergüenza, y también un poco por miedo. Pero de cualquier manera, ese gol tan mágico, en contra, pero sorprendente igual, no me lo olvido más.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

"En un partido de fútbol caben infinidad de novelescos episodios.
Allí reconocemos la fuerza, la velocidad y la destreza del deportista. Pero también el engaño astuto del que amaga una conducta para decidirse por otra. Las sutiles intrigas que preceden al contragolpe. La nobleza y el coraje del que cincha sin renuncios. La lealtad del que socorre a un compañero en dificultades. La traición del que lo abandona. La avaricia de los que no sueltan la pelota. Y en cada jugada, la hidalguía, la soberbia, la inteligencia, la cobardía, la estupidez, la injusticia, la suerte, la burla, la risa o el llanto"
Alejandro Dolina, "Apuntes del fútbol en Flores", en Crónicas del Ángel Gris.

Anónimo dijo...

¡Excelente cuento Ferchum, me encantó! Sinceramente me encantó. Mirá que es un género sobre el que he leído algo, y te digo que está a la altura de cuentos de grandes autores. Y no exagero.

Aparte tiene de todo, y una cuota muy alta de humor que lo hace magnífico. Creo que Jasón lo dijo en otro comentario anterior, pero ese humor que volcás en tus textos les da un plus.

Me reí, me emocioné, me sentí identificado en ciertas descripciones.

Te soy sincero, adiviné el final, pero eso no quita méritos, porque además, ese final incluye un párrafo donde cambia la percepción que el protagonista tiene del tano y del negro, y eso no lo adivinaría jamás: ¡sublime!

Acá veo que te han firmado con Dolina, bueno, en ese capítulo del libro él escribe "Instrucciones para elegir en un picado", y dice que(cito de memoria, puede haber imprecisiones) "pocos han reparado en el contenido dramático de esta situación", y se refiere al sufrimiento, a la angustia de los que esperan ser elegidos. "Allí, dice Dolina, sabremos sin eufemismos qué lugar exacto ocupamos en el grupo". Y el final de ese texto deja una frase que se ha popularizado tanto que cuando la leí en su libro, me sorprendió ver que él era su autor: "Es preferible compartir la derrota con los amigos que la victoria con los extraños y los indeseables".

Lo que le pasa al protagonista (me niego a creer que seas vos) con el gordo comemeriendas me pasa a mí con mis rivales de truco, por eso decía, entre otras cosas, que se mentía identificado.

El fútbol y la amistad, el fútbol y los valores, el fútbol y la vida... Edudardo Sacheri, un especialista en el género, eligió esta frase para abrir unos de sus libros, creo que la compartirás plenamente: "Hay quienes sostienen que el fútbol no tiene nada que ver con la vida, con sus cosas esenciales. Desconozco cuánto sabe esa gente de la vida. De algo estoy seguro, no sabe nada de fútbol".

Anónimo dijo...

Fe de erratas: donde dice "mentía identificado" debe leerse (adivinen...) "sentía identificado", era obvio, pero bue, por las dudas aclaro.