martes, 29 de enero de 2008

TATA

Un día se levantó sin que el despertador sonara, y no tuvo que correr a bañarse y vestirse de prisa (o como le habían enseñado las palabras napoleónicas, despacio, por estar apurado). Ya no debía ir a la carpintería a hacer esos trabajos que mediante su sentido común realizó durante gran parte de su vida. Con su camiseta blanca, caminó por el vestíbulo hasta la cocina, se preparó un vaso de leche y remojó la miga del pan del día anterior que guardaba en una bolsa de supermercado que colgaba de la manija de la puerta de la cocina. Sus dientes ya no eran tantos y tan fuertes como cuando era más joven, y la dentadura postiza le molestaba bastante. La radio a todo volumen seguramente habrá causado disgustos en sus vecinos, pero quién podría culparlo de haberse quedado medio sordo.

No sabía dónde habían quedado los años. Sintió que los había vivido, pero que hubiese querido vivir mucho más. Ahora se acercaba a cada minuto el final de la vida. Todavía se sentía saludable y no tan viejo, de hecho, todos le decían que no parecía de la edad que él acusaba conforme su fecha de nacimiento, y él no dejaba de hojear diarios y revistas con el afán de encontrar ancianos decrépitos que tuvieran menos años que él, y al hallarlos mostrárselos a cuantos pasasen por su lado diciéndoles: “¿no parece más viejo que yo?”.

En el espejo se miró las arrugas, esas marcas en su piel que con el correr del tiempo se fueron hundiendo más y más, como los sueños que le quedaban por cumplir. Sus objetivos podría decirse que estaban cumplidos, pero uno siempre busca algo por lo que valga la pena despertarse otro día y luchar. Y si bien lo que él más quería ya estaba hecho, sentía que todavía faltaban cosas por hacer. Pero quizás ya era momento para ceder tareas y simplemente dejarse llevar por los últimos años de la vida. Disfrutarla a la manera de uno y no pensar en nada más. También se notó nostálgico, solitario. El lado izquierdo de la cama estaba vacío desde hacía varios años y sin embargo ella seguía bien presente en su corazón, y en su recuerdo, y en sus ojos. Muy seguido se encontraba tildado pensando en aquellas épocas en que trabajó lo necesario para poder pagarle un pasaje a la América y lo acompañara en el emprendimiento de crear una familia, dejando atrás todo un pasado en un pequeño pueblito italiano llamado Lungro.

Le gustaba caminar. Mucho. Siempre lo hacía y ese día no sería la excepción. Hizo su paseo diario, y no le sorprendió lo ya rutinario del recorrido. Le agradaban esas calles, lo hacían sentirse seguro. Raro el sentimiento, pero era casi como sentirse el rey de esas calles. Le encantaba guiar a quienes les preguntaran por una calle, o mirar a los cotidianos puesteros que vendían en la vía pública e inventarles nombres. También era común frenarse en el kiosco de diarios y revistas y leer los titulares. Solamente los titulares, no porque no alcanzara a ver la letra más chica, porque su vista seguía siendo como la del lince, sino porque generalmente con solo leer la letra catástrofe le alcanzaba para tener tema de conversación con sus amigos de la plaza.

Y así andaba, caminando solo por la calle, sin apuros, sin bolsas, desentendido del ritmo que lo circundaba, viendo pasar el implacable tiempo sin demasiada inquietud ni mortificación. A veces andaba con una bolsita de pan recién comprado en alguna lejana panadería de su extensa caminata, o a veces con una revista de precios de supermercado enrollada en su mano. Lo que de ninguna manera iba a llevar nunca era algo que le cubriera la cabeza. Los sombreros, gorros y boinas no eran de su agrado, y se sentía contento de tener tanto pelo a su edad. Prefería mostrarlo y que los jóvenes calvos lo envidiaran un poco. Y si alguien le mencionaba que era increíble que tuviera tanto pelo, su pecho se inflaba y una sonrisa en su rostro le profundizaba las arrugas.

Y así pasaba su día, paseando su bigotito finito por la placita de Pasco y Alsina o por el shopping Spinetto, donde pasaba la mayor parte del día viendo a la gente pasar, comprando en el supermercado o mirando a los chicos divertirse. Daba vueltas por la planta baja, subía al primer piso, daba unas cuantas vueltas, a veces se sentaba un rato para tomar un poco de aliento o para mirar más detenidamente alguna situación, y después por la planta baja daba otro par de vueltas hasta retirarse.

A veces salía por la puerta que quedaba más lejos de su casa, para llegar a la ya mencionada plaza, donde se reunía con los demás ancianos con los que hablaban de la inseguridad, de los fallecimientos y de cómo cada vez iban siendo menos, de que la vida de ayer no era como la de hoy, de la lástima que les causaba que todo estuviera como estaba. Desperdigaban un par de críticas a los jóvenes, un par de culpas sobre los extranjeros latinoamericanos, muy probablemente por el engañoso discurso que los medios de comunicación les vendían a diario, un par de palabras acerca de la cantidad de orientales, y lamentos de que en las plazas ya no hubiese tantos chicos en los toboganes y hamacas, sino más bien borrachos tirados en el suelo. Hablaban de muchas cosas más, pero él, en los debates de política, religión y fútbol, prefería no tomar partido. Nunca le interesaron demasiado esos tres rubros, de modo que se contentaba con callar. Fue quizás una de las razones por las que siempre lo quiso la gente. Era difícil pelearse con una persona que no tenía dogmas en su vida.

A la noche iba a cenar con su hija, el yerno y los nietos, y a medida que avanzaba el correr de los años, sus pocos temas lo fueron conduciendo a hacer siempre los mismos comentarios, las mismas frases y hasta las mismas preguntas, que en cierto punto llegaban en ocasiones a causar fastidio en su familia por tener que estarle contestando siempre lo mismo. De todas maneras, el cariño que recibía siempre era grande, y todos lo cuidaban y protegían. Le perdonaban que la edad lo convirtiera nuevamente en un chico, y esperaban, pese a los años depositados en su haber, que viviera muchos años más, porque les agradaba su compañía, y hasta les causaba gracia sus repeticiones, eran parte de su identidad, y pese a que a veces podía resultar demasiado reiterativo, buscaban no apartarlo después de todos los años que él les dedicó en sus infancias, en sus crecimientos. Además siempre era una gran incógnita qué sería del día siguiente si no estuviera él para decirles esas frases que ellos inconscientemente terminaban repitiendo en los lugares donde generalmente pasaban más tiempo, como la oficina, la escuela o la universidad, frases como “qué cosa” o el cocoliche que lo llevaba a decir “tutto si combina” cuando dos sucesos atípicos se relacionaban.

Y así, cada día que pasa, cada día que él viste esas mismas ropas, que esa imagen camina esas mismas calles, que esa cara realiza esos mismos gestos, que esa presencia comparte esas mismas mesas, que esa cabeza comenta esas mismas cosas, van marcando un camino, constante y eterno, que lo identifica y lo hace inmortal en la memoria de las personas que lo conocieron. Y el día en que debamos aprender a convivir sin su presencia física, no dejará de ser recordado cuando inconscientemente quienes lo conozcan gesticulen, digan o hagan lo que él durante todos los últimos años de su vida enseñó religiosamente día a día.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Muy emotivo Ferchum. Me sorprende que no haya ningún comentario porque está muy bien escrito. Me gustó mucho cómo describís la rutina del viejo, y cómo señalás que eso no lo aburre, sino que le da confianza, seguridad. Uno no puede estar corriendo riesgos todo el tiempo, y tener una rutina, hacer algo que uno sepa hacer, es importante. Ya sé, deliré de nuevo.

Sólo quería decir que es un cuento que va creciendo en emotividad y que culmina con esa idea de que "los muertos no mueren, viven en el recuerdo de sus seres queridos", pero acá vos das una vuelta de tuerca y decís que no sólo viven en el recuerdo de las personas que los quisieron, sino en sus gestos, palabras, etc.